En anteriores capítulos de este libro hemos analizado lo que moralmente debemos hacer sobre varios temas prácticos y hemos visto qué medios podemos adoptar de forma justificada para lograr nuestros objetivos éticos. La naturaleza de nuestras conclusiones sobre estos temas —las exigencias que nos plantean— nos conduce a otro interrogante, más fundamental: ¿por qué debemos actuar moralmente?
Tomemos nuestras conclusiones sobre la utilización de animales como alimento, o la ayuda que los ricos deberían ofrecer a los pobres. Quizá algunos lectores acepten estas conclusiones, se hagan vegetarianos, y hagan lo posible por reducir la pobreza absoluta. Quizá otros no estén de acuerdo con ellas, manteniendo que no hay nada de malo en comer animales y que no tienen la obligación moral de hacer nada por reducir la pobreza absoluta. Es probable, sin embargo, que exista un tercer grupo, compuesto por los lectores que no critican los argumentos éticos de estos capítulos, pero que no cambian sus hábitos alimenticios o sus contribuciones a los países pobres. De este tercer grupo, algunos simplemente tendrán una voluntad débil, pero otros quizá quieran una respuesta a otra cuestión práctica. Si las conclusiones de la ética nos exigen tanto, se podrían preguntar por qué tenemos que preocuparnos por ella.
Entender la pregunta
“¿Por qué debo actuar moralmente?” constituye un tipo diferente de pregunta con respecto a las que hemos venido analizando hasta el momento. Preguntas como "¿Por qué debo tratar igual a los miembros de diferentes grupos étnicos?" o "¿Por qué es justificable el aborto?" persiguen razones éticas para actuar de una determinada manera. Son interrogantes dentro de la ética, y presuponen un punto de vista ético. La pregunta de "por qué debo actuar moralmente" está en otro nivel. No es un interrogante dentro de la ética, sino un interrogante sobre la ética.
“¿Por qué debo actuar moralmente?” es, por tanto, una pregunta sobre algo que normalmente se presupone, y dicho tipo de preguntas nos causan perplejidad. Algunos filósofos han determinado que dicha pregunta les ha causado tanta perplejidad que la han rechazado por considerarla lógicamente incorrecta, como un intento de preguntar algo que no se puede preguntar correctamente.
Un motivo para este rechazo lo constituye la afirmación de que nuestros principios éticos son, por definición, los principios que tomamos como esencialmente importantes. Esto quiere decir que cualesquiera que sean los principios esenciales para una determinada persona son necesariamente los principios éticos de esa persona, y una persona que acepte como principio ético la obligación de dar su riqueza para ayudar a los pobres debe, por definición, haber tomado la decisión de darles su riqueza. Sobre esta definición de la ética, una vez que una persona ha tomado una decisión ética, no podemos plantear ninguna otra pregunta práctica. De ahí que sea imposible encontrar sentido a la pregunta: “¿Por qué debo actuar moralmente?”
Se podría considerar una buena razón para aceptar la definición de ética como esencial el que nos permita descartar, por no tener sentido, una pregunta que, de otra forma, sería problemática. Sin embargo, adoptar esta definición no resuelve problemas reales, puesto que conduce a dificultades mayores a la hora de establecer cualquier conclusión ética. Tomemos, por ejemplo, la conclusión de que los ricos deben ayudar a los pobres. Pudimos argumentar este punto en el capítulo 8 sólo porque supusimos que, como se sugirió en los dos primeros capítulos de este libro, la universalizabilidad de los juicios éticos nos exige ir más allá de pensar sólo en nuestros propios intereses, y nos lleva a adoptar un punto de vista desde el cual debemos dar igual consideración a los intereses de todas las personas afectadas por nuestras acciones. No podemos mantener que los juicios éticos deben ser universalizables y al mismo tiempo definir los principios éticos de una persona como cualesquiera que sean los principios que dicha persona considere esencialmente importantes, puesto que, ¿qué ocurre si tomamos como esencialmente importante algún principio no universalizable como el de "tengo que hacer aquello que me beneficie a mí"? Si definimos los principios éticos como los que uno considera esenciales, cualquier cosa puede contar como principio ético, puesto que uno puede considerar como esencialmente importante cualquier principio. De esta forma, lo que ganamos al poder descartar la cuestión: "¿Por qué debo actuar moralmente?", lo perdemos al no poder utilizar la universalizabilidad de los juicios éticos —o cualquier otro rasgo de la ética— para argumentar conclusiones particulares sobre lo que es moralmente correcto. Considerar la ética como algo que en algún sentido implica necesariamente un punto de vista universal me parece una manera más natural y menos confusa de analizar estos temas.
Otros filósofos han rechazado la pregunta de "por qué debo actuar moralmente" por un motivo diferente. Creen que ha de ser rechazada por la misma razón que debemos rechazar la pregunta "¿Por qué debo ser racional?", que al igual que la anterior también plantea algo —en este caso la racionalidad— que normalmente se presupone. "¿Por qué debo ser racional?" es en realidad lógicamente incorrecta puesto que al responderla estaríamos dando razones para ser racional. De esta forma, presupondríamos racionalidad al intentar justificar la racionalidad. La justificación resultante de la racionalidad sería circular, lo que demuestra, no que la racionalidad carezca de una justificación necesaria, sino que no necesita justificación, ya que no se puede preguntar de forma inteligible a menos que ya se presuponga.
¿Son iguales las preguntas “¿Por qué debo actuar moralmente?” y “¿Por qué debo ser racional?” en el sentido en que presuponen el mismo punto de vista que cuestionan? Deberían serlo, si interpretamos el "debo" como un "deber" moral. Entonces la cuestión pediría razones morales para ser moral, y esto sería absurdo. Una vez que hayamos decidido que una acción es moralmente obligatoria, no hay ninguna otra cuestión moral que preguntar. Es redundante preguntar por qué debo hacer moralmente una acción que moralmente debo hacer.
No obstante, no hay necesidad de interpretar la pregunta como exigencia de una justificación ética de la ética. "Deber" no tiene por qué significar “deber moralmente”. Podría simplemente ser una forma de pedir razones para la acción, sin ninguna especificación sobre el tipo de razones requeridas. A veces queremos hacer una pregunta práctica general, sin partir de ningún punto de vista determinado. Al enfrentarnos a una elección difícil, le pedimos consejo a un amigo íntimo. Moralmente, éste nos dice que debemos hacer A, aunque B sería mejor para nuestros intereses, C sería lo correcto según las normas sociales y D supondría un verdadero alarde de estilo. Puede que esta respuesta no nos satisfaga, y lo que queremos es que nos aconsejen sobre cuál de estos puntos de vista adoptar. Si es posible hacer tal pregunta, debemos plantearla desde una posición neutral entre todos los puntos de vista, y no de compromiso con ninguno de ellos.
“¿Por qué debo actuar moralmente?” es de este tipo de preguntas. Si no es posible hacer preguntas prácticas sin presuponer un punto de vista, no podemos decir nada inteligible acerca de las opciones prácticas más elementales. Actuar de acuerdo con consideraciones éticas, de interés propio, según las normas sociales, o la estética, sería una opción "más allá de la razón", en cierto sentido, una opción arbitraria. Antes de resignarnos a esta conclusión, deberíamos al menos intentar interpretar la pregunta de manera que el mero hecho de plantearla no nos comprometa a ningún punto de vista determinado.
Ahora podemos formular la pregunta de forma más precisa. Es una pregunta sobre el punto de vista ético, planteada desde una posición externa a él. Pero, ¿cuál es el punto de vista ético? Hemos sugerido que un rasgo diferenciador de la ética lo constituye el que los juicios éticos son universalizables. La ética nos exige que vayamos desde nuestro punto de vista personal a una posición como la del espectador imparcial que adopta un punto de vista universal.
Dada esta concepción de la ética, “¿Por qué debo actuar moralmente?” es una pregunta que puede enunciar de forma correcta cualquiera que se plantee si ha de actuar sólo por motivos que serían aceptables desde este punto de vista universal. Después de todo, es posible actuar —y algunos lo hacen— sin pensar en nada excepto en el interés propio. La pregunta exige razones para ir más allá de esta base de acción personal y actuar sólo en juicios en los que uno esté dispuesto a recomendar de forma universal.
Razón y ética
Existe una antigua línea de pensamiento filosófico que intenta demostrar que actuar de forma racional es actuar de forma ética. La argumentación se asocia hoy con Kant y la podemos encontrar en las obras de autores kantianos modernos, aunque se remonta al menos a los estoicos. La forma en la que se presenta la argumentación varía, pero su estructura común es la siguiente:
Es esencial para la ética algún requisito de universalizabilidad o imparcialidad.
La razón es universal u objetivamente válida. Si, por ejemplo, de las premisas "Todos los humanos son mortales" y "Sócrates es humano", se desprende que Sócrates es mortal, esta deducción debe regir de forma universal. No puede ser válida para unos e inválida para otros. Esta es una cuestión general sobre la razón, bien sea teórica o práctica.
Por tanto:
Sólo un juicio que satisfaga el requisito descrito en (1) como condición necesaria de un juicio ético será un juicio objetivamente racional de acuerdo con (2). Pues no podemos esperar que ningún otro agente racional acepte como válido para él un juicio que no aceptaríamos si estuviéramos en su lugar; y si dos agentes racionales no pudieran aceptar los juicios, cada uno del otro, no podrían ser juicios racionales por la razón expuesta en (2).
Decir que aceptaríamos los juicios que hacemos, incluso si estuviéramos en la posición de otra persona y esa otra persona en la nuestra, es, sin embargo, simplemente afirmar que nuestro juicio es tal que podemos plantearlo desde un punto de vista universal. Tanto la ética como la razón nos exigen que nos alcemos por encima de nuestro punto de vista particular y que adoptemos una perspectiva desde la cual nuestra propia identidad personal —el papel que nos haya tocado desempeñar— no sea importante. De ahí que la razón nos exija actuar sobre juicios universalizables y, en esa medida, actuar de forma ética.
¿Es válida esta argumentación? Ya he señalado que acepto el primer punto sobre que la ética conlleva universalizabilidad. El segundo también parece innegable. La razón debe ser universal. ¿Es, por tanto, lógica la conclusión? Aquí está el fallo en la argumentación. La conclusión parece deducirse directamente de las premisas; pero este paso implica un desplazamiento del sentido limitado en el cual es cierto que un juicio racional debe ser universalmente válido, hacia un sentido más fuerte de "validez universal" que es equivalente a la universalizabilidad. La diferencia entre estos dos sentidos se puede ver al considerar un imperativo no universalizable, como el puramente egoísta: "Que todo el mundo haga lo que vaya en favor de mis intereses". Esto difiere del imperativo de egoísmo universalizable —"Que todo el mundo haga lo que vaya en favor de sus intereses"— puesto que contiene una referencia no eliminable a una persona en particular. De ahí que no pueda ser un imperativo ético. ¿Carece también de la universalizabilidad requerida si ha de ser base racional para la acción? Seguramente no. Todo agente racional aceptaría que la actividad puramente egoísta de otros agentes racionales es racionalmente justificable. El egoísmo puro podría ser adoptado racionalmente por todos.
Analicemos esto más detenidamente. Hay que reconocer que existe un sentido en el que un agente racional puramente egoísta —llamémoslo Juan— no aceptaría los juicios prácticos de otro agente racional puramente egoísta, al que llamaremos María. Teniendo en cuenta que los intereses de María difieren de los de Juan, María puede estar actuando de forma racional al pedir a Juan que haga A, mientras que Juan también está actuando de forma racional al decidir no hacerlo.
Sin embargo, este desacuerdo es compatible con el hecho de que todos los agentes racionales acepten el egoísmo puro. Aunque lo acepten, el egoísmo puro les indica direcciones diferentes ya que parten de diferentes lugares. Cuando Juan adopta el egoísmo puro favorece sus intereses, y cuando lo adopta María favorece los suyos. De ahí el desacuerdo sobre lo que hay que hacer. Por otra parte —y éste es el sentido en el que todos los agentes racionales podrían aceptar el egoísmo puro como válido— si preguntáramos a María (confidencialmente y prometiéndole que no se lo diríamos a Juan) lo que cree que sería racional que hiciera Juan, tendría que responder, si es honesta, que sería racional que Juan hiciera lo que favorece a sus intereses, y no lo que favorece a los de ella.
Por tanto, el hecho de que unos agentes racionales puramente egoístas se opongan a los actos de otros, no indica un desacuerdo sobre la racionalidad del egoísmo puro. El egoísmo puro, aunque no es un principio universalizable, podría ser aceptado como base racional de acción por todos los agentes racionales. El sentido en el que los juicios racionales deben aceptarse universalmente es más débil que el sentido en el que deben serlo los juicios éticos. Que una acción me beneficie a mí más que a los demás podría ser una razón válida para llevarla a cabo, aunque no sería una razón ética.
Una consecuencia de esta conclusión es que los agentes racionales pueden intentar racionalmente impedir que los demás hagan lo que ellos admiten que los otros tienen justificación de hacer. Desafortunadamente, no hay nada de paradójico en esto. Dos vendedores que compiten por una importante venta aceptarán la conducta del otro como racional, aunque cada uno de ellos intente desbaratar los planes del otro. Lo mismo se puede decir de dos soldados que se enfrentan en combate, o de dos futbolistas que se disputan el balón.
Por consiguiente, este intento por demostrar que existe una relación entre la razón y la ética fracasa. Puede que haya otras formas de forjar esta relación, pero es difícil ver alguna que prometa garantías de éxito. El obstáculo más importante a salvar es la naturaleza de la razón práctica. Hace bastante tiempo, David Hume indicó que la razón en la acción se aplica sólo a los medios, y no a los fines. Los fines deben estar dados por nuestras necesidades y deseos. Hume, de forma diligente, extrajo las implicaciones de este punto de vista:
No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarse un dedo. No es contrario a la razón que yo elija mi ruina total, para evitar la más mínima molestia a un indio o cualquier otra persona totalmente desconocida. Como tan poco contrario a la razón es incluso preferir para mí un bien reconocidamente menor a uno mayor, y tener un afecto más ardiente por el primero que por el segundo.
Por muy extrema que sea, la postura de Hume sobre la razón práctica ha resistido sorprendentemente bien a la crítica. Su afirmación central —que en el razonamiento práctico partamos de algo deseado— es difícil de refutar, aunque hay que refutarla si queremos que alguna argumentación logre demostrar que es racional que todos actuemos éticamente sin tener en cuenta lo que queremos.
Tampoco el rebatimiento de Hume es todo lo que se requiere para demostrar la necesidad racional de actuar éticamente. En The Possibility of Altruism, Thomas Nagel ha argumentado de forma contundente que no tener en cuenta los propios deseos futuros en las deliberaciones prácticas de uno —independientemente de que ahora se desee o no la satisfacción de dichos deseos futuros— indicaría un fallo a la hora de verse a uno mismo como una persona existente en el tiempo, siendo el presente simplemente un período entre otros que tienen lugar en la vida de uno. De modo que es la concepción de mí mismo como persona la que hace racional que considere mis intereses a largo plazo. Esto resulta cierto incluso si tengo "un afecto más ardiente" por algo que reconozco que no favorece realmente mis propios intereses, teniendo en cuenta todas las cosas.
Que la argumentación de Nagel consiga justificar la racionalidad de la prudencia es una cuestión, y que se pueda utilizar una argumentación similar en favor de una forma de altruismo basada en tener en cuenta los deseos de otros es otra bien distinta. Nagel intenta defender este argumento análogo. El papel que ocupa "ver el presente como simplemente un período entre otros" equivale, en el argumento que defiende el altruismo, a "verse a uno mismo como simplemente una persona entre otras". Pero mientras que sería muy difícil para la mayoría de nosotros dejar de concebirnos como existentes en el tiempo, siendo el presente un período entre otros que viviremos, la forma en que nos vemos como una persona entre otras es bastante diferente. Sobre este punto, la reflexión que hace Henry Sidgwick me parece totalmente correcta:
Sería contrario al Sentido Común negar que la distinción entre un individuo cualquiera y otro es real y fundamental, y que por consiguiente yo me intereso por la calidad de mi existencia como individuo en un sentido, fundamentalmente importante, en el cual no me intereso por la calidad de la existencia de otros individuos: y siendo esto así, no veo cómo se puede probar que esta distinción no sea considerada como fundamental a la hora de determinar el fin último de la acción racional para un individuo.
Por tanto, no es sólo la postura de la razón práctica de Hume la que se enfrenta a los intentos por demostrar que actuar de forma racional es actuar de forma ética. Podríamos lograr derribar esa barrera y, entonces, descubriríamos que nuestro camino está bloqueado por la distinción de sentido común entre el yo y otros. Considerados de forma conjunta, estos obstáculos son tremendos y no conozco forma de vencerlos.
Ética e interés propio
Si el razonamiento práctico empieza con algo deseado, demostrar que es racional actuar de forma moral implicaría demostrar que al actuar de forma moral conseguimos algo que queremos. Si, más en la línea de Sidgwick que de Hume, sostenemos que es racional actuar de acuerdo con nuestros intereses a largo plazo, independientemente de lo que queramos en el momento actual, podríamos demostrar que es racional actuar de forma moral demostrando que hacerlo de esa forma favorece nuestros intereses a largo plazo. Ha habido muchos intentos de llevar el argumento por este camino, desde Platón que, en La república, retrató a Sócrates razonando que ser virtuoso es tener los diferentes elementos de la personalidad de uno ordenados de una forma armoniosa, lo cual es necesario para alcanzar la felicidad. Examinaremos estos argumentos en seguida, pero primero es necesario evaluar una objeción a toda esta forma de enfocar la pregunta de "¿Por qué debo actuar moralmente?"
Normalmente se dice que defender la moralidad apelando al interés propio es no entender lo que significa la ética. F. H. Bradley lo expresó de forma elocuente:
¿Qué respuesta podemos ofrecer cuando se nos hace la pregunta de "¿Por qué debo ser moral?", en el sentido de "¿Qué ventaja sacaré de ello?"? Aquí creo que haremos bien en evitar todo elogio de lo agradable que es la virtud. Quizá creamos que transciende todos los posibles deleites del vicio, pero estaría bien recordar que abandonamos un punto de vista moral, que degradamos y prostituimos la virtud, cuando, a quienes no la aman por sí misma, nos resignamos a recomendarla por sus placeres.
En otras palabras, nunca podemos hacer que la gente actúe de forma moral ofreciendo razones de interés propio, puesto que si aceptan lo que decimos y actúan por los motivos dados, estarán actuando según su propio interés, y no de forma moral.
Una respuesta a esta objeción seria que la substancia de la acción, lo que de hecho se hace, es más importante que el motivo. La gente puede dar dinero para aliviar el hambre mundial porque así sus amigos pensarán bien de ellos, o porque crean que es su deber. Los que se salven de morir de inanición por este donativo se beneficiarán igualmente de cualquiera de las dos formas.
Esto es cierto, pero un poco duro. Se puede hacer más sofisticado si se combina con una presentación más adecuada de la naturaleza y la función de la ética. La ética, aunque no creada de forma consciente, es un producto de la vida social que tiene la función de fomentar valores comunes a los miembros de la sociedad. Esto es lo que hacen los juicios éticos, ensalzando y estimulando acciones de acuerdo con estos valores. Los juicios éticos se relacionan con los motivos ya que ésa es una buena indicación de la tendencia de una acción a promover el bien o el mal, pero también porque es aquí donde la alabanza y la culpa pueden ser efectivas a la hora de alterar la tendencia de las acciones de una persona. La escrupulosidad (es decir, actuar con el fin de hacer lo que está bien) es un motivo particularmente útil, desde el punto de vista de la comunidad. La gente escrupulosa, si acepta los valores de su sociedad (y si la mayoría de la gente no aceptara estos valores, no serían los valores de esa sociedad), siempre tenderá a estimular aquello que la sociedad valore. Puede que no tengan inclinaciones generosas o compasivas, pero si creen que es su deber aliviar el hambre mundial, lo harán. Además, los que están motivados por el deseo de hacer lo que está bien son fiables, ya que siempre actuarán como crean que es correcto, mientras que los que actúan por cualquier otro motivo, como el interés propio, solamente harán lo que crean que está bien si piensan que también favorecerá sus intereses. La escrupulosidad es, por tanto, una especie de relleno multiuso que se puede utilizar para motivar a la gente a hacer aquello que tenga valor, aunque escaseen las virtudes naturales que normalmente se asocian la acción en concordancia con esos valores (generosidad, compasión, honestidad, tolerancia, humildad, etcétera). (Esto tiene ciertas reservas: una madre escrupulosa puede atender a sus hijos tan bien como una madre que de verdad los quiera, pero no puede quererlos porque eso sea lo correcto. A veces la escrupulosidad es un mal sustituto de lo realmente auténtico).
Según este punto de vista de la ética lo que realmente importa siguen siendo los resultados, y no los motivos. La escrupulosidad tiene valor debido a sus consecuencias. Sin embargo, a diferencia, por ejemplo, de la benevolencia, a la escrupulosidad se la puede alabar y estimular sólo por su propio bien. Alabar un acto escrupuloso por sus consecuencias supondría alabar no la escrupulosidad, sino algo más. Si apelamos a la compasión o al interés propio como razón para llevar a cabo un deber, no estamos animando a la gente a cumplir con su deber por el deber mismo. Si queremos estimular la escrupulosidad, hay que verla como buena en sí misma.
Es diferente en el caso de que la gente actúe por un motivo, independientemente de elogios y estímulos. La utilización del lenguaje ético es, entonces, inadecuado. Normalmente no decimos que la gente tiene que hacer, o que su deber sea hacer, lo que les dé mayor placer, ya que la mayoría de ellos están lo suficientemente motivados para actuar así de todas formas. Por tanto, mientras que alabamos los actos buenos llevados a cabo porque hay que hacer lo que está bien, ocultamos nuestros elogios cuando creemos que el acto se realizó por algún motivo como el interés propio.
Este énfasis en los motivos y en el valor moral de hacer lo correcto por sí mismo se encuentra actualmente arraigado en nuestra idea de la ética, hasta el punto de pensar que ofrecer consideraciones de interés propio para hacer lo que está bien es vaciar la acción de su valor moral.
Lo que quiero decir es que nuestra idea de la ética nos ha desencaminado hasta el punto de que el valor moral se atribuye sólo a la acción llevada a cabo porque está bien, sin ningún otro motivo. Es comprensible, y desde el punto de vista de la sociedad quizá hasta deseable, que prevalezca esta actitud; no obstante, los que aceptan este enfoque de la ética, y debido a ello hacen lo que está bien porque está bien, sin pedir ninguna otra razón, están siendo víctimas de una especie de fraude, aunque, naturalmente, no se lleve a cabo de forma consciente.
Ya hemos visto que este enfoque de la ética es injustificable debido al fracaso del argumento analizado anteriormente en este capítulo que defiende una justificación racional de la ética. En la historia de la filosofía occidental, nadie ha propugnado con más insistencia que Kant el que nuestra conciencia moral ordinaria sólo encuentra valor moral cuando el deber se cumple por el deber mismo. Sin embargo, el mismo Kant vio que sin una justificación racional, esta idea común de la ética sería "un mero fantasma del cerebro". Y ésta es realmente la cuestión. Si rechazamos —como lo hemos hecho en líneas generales— la justificación kantiana de la racionalidad de la ética, pero intentamos retener el concepto kantiano de la ética, ésta se queda sin apoyo. Se convierte en un sistema cerrado, un sistema que no puede ser cuestionado debido a que su primera premisa —que sólo la acción llevada a cabo porque está bien tiene algún valor moral— excluye la única justificación posible que queda para aceptar esta misma premisa. La moralidad, según este planteamiento, no es un fin más racional que cualquier otra práctica que supuestamente se justifique a sí misma, como la norma social o la clase de fe religiosa que llega sólo a los que primero dejan a un lado todas las dudas escépticas.
Tomada como enfoque de la ética en su conjunto, deberíamos abandonar esta noción kantiana de la ética. Esto no quiere decir, sin embargo, que nunca debamos hacer lo que creamos que está bien simplemente porque creemos que está bien, sin ninguna otra razón. Aquí necesitamos apelar a la distinción que Hare ha hecho entre el pensamiento intuitivo y el crítico. Cuando nos alejamos de nuestras decisiones éticas cotidianas y nos preguntamos por qué debemos actuar éticamente, deberíamos buscar razones en el sentido más amplio, y no permitir que las ideas kantianas preconcebidas nos disuadan de considerar las razones de interés propio para vivir una vida ética. Si nuestra búsqueda tiene éxito, nos ofrecerá razones para adoptar el punto de vista ético como una línea a seguir aceptada, es decir, una forma de vivir. Entonces no nos preguntaríamos, en nuestra toma de decisiones éticas cotidianas, si cada acción particular correcta favorece nuestros intereses. La hacemos porque nos consideramos personas éticas. En las situaciones cotidianas, simplemente supondremos que hacer lo que está bien favorece nuestros intereses, y una vez que hayamos decidido lo que está bien, lo haremos, sin pensar en otras razones para hacer lo que está bien. Deliberar sobre las razones esenciales para hacer lo que está bien en cada caso nos haría la vida imposible, y también sería desaconsejable porque en situaciones particulares podríamos estar muy influenciados por deseos e inclinaciones fuertes, pero pasajeros, que nos podrían llevar a tomar decisiones que posteriormente podríamos lamentar.
Así, al menos, es como podría funcionar una justificación de la ética en términos de interés propio, sin que desbarate sus propios objetivos. Ahora nos podemos preguntar si existe tal justificación. Hay una lista tremenda de los que, siguiendo a Platón, han ofrecido una: Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Spinoza, Butler, Hegel, e incluso —a pesar de todas sus críticas contra la prostitución de la virtud— Bradley. Al igual que Platón, estos filósofos hicieron amplias afirmaciones sobre la naturaleza humana y las condiciones bajo las cuales pueden ser felices los seres humanos. Algunos también fueron capaces de echar mano a la creencia de que la virtud será recompensada y la maldad castigada en la vida que existe tras nuestra muerte física. Hoy en día, si quieren ser convincentes, los filósofos no pueden utilizar este argumento, ni tampoco pueden adoptar teorías psicológicas demasiado generales sobre la base de su propia experiencia general acerca de sus semejantes, como solían hacer los filósofos cuando la psicología era una rama de la filosofía.
Se podría decir que como los filósofos no son científicos empíricos, el análisis de la relación entre actuar éticamente y vivir una vida completa y feliz debería dejarse a los psicólogos, sociólogos y demás expertos en la materia. Sin embargo, no hay ninguna otra disciplina que trate esta cuestión y su pertinencia para la ética práctica es razón suficiente para que la analicemos.
¿Qué hechos sobre la naturaleza humana podrían demostrar que la ética y el interés propio coinciden? Una teoría es que todos tenemos inclinaciones benevolentes o compasivas que nos hacen preocuparnos del bienestar de otros. Otra se basa en una conciencia natural que da origen a sentimientos de culpa cuando hacemos lo que sabemos que está mal. Pero, ¿qué fuerza tienen estos deseos benevolentes o sentimientos de culpa? ¿Es posible suprimirlos? Si es así, ¿no es posible que en un mundo en el que tanto los humanos como los animales sufren en gran número, la supresión de la conciencia propia y la compasión por los demás sea el camino más seguro hacia la felicidad?
Para dar respuesta a esta objeción, los que relacionarían la ética y la felicidad deben afirmar que no podemos ser felices si se suprimen estos elementos de la naturaleza. Podrían argumentar que la benevolencia y la compasión están unidas a la capacidad para tomar parte en relaciones amistosas o amorosas con otros, y que no puede existir verdadera felicidad sin tales relaciones. Por la misma razón, es necesario tomarse en serio al menos algunos patrones éticos, y vivir de forma abierta y sincera de acuerdo con ellos, puesto que una vida de decepción y deshonestidad es una vida furtiva, en la que la posibilidad de descubrimiento siempre nubla el horizonte. La aceptación auténtica de los patrones éticos posiblemente implique que nos sintamos un poco culpables —o al menos, menos satisfechos de nosotros mismos de lo que podríamos estarlo— cuando no vivimos de acuerdo con ellos.
Estas afirmaciones acerca de la relación entre nuestro carácter y nuestras perspectivas de felicidad no son mas que hipótesis, y los intentos por confirmarlas mediante profundas investigaciones son escasos e inadecuados. Un psicólogo norteamericano, A. H. Maslow, afirmó que los seres humanos tienen una necesidad de auto-realización que implica aumentar su valor, bondad, conocimiento, amor, honestidad y generosidad. Cuando satisfacemos esta necesidad, nos sentimos tranquilos, alegres, llenos de entusiasmo, a veces eufóricos, y casi siempre felices. Cuando actuamos de forma contraria a nuestra necesidad de auto-realización, experimentamos ansiedad, desesperación, aburrimiento, vergüenza, sensación de vacío, y generalmente somos incapaces de disfrutar. Sería estupendo que resultara que Maslow está en lo cierto; pero desafortunadamente, los datos que Maslow aportó como sustento de su teoría consistían en estudios limitados sobre gente seleccionada y, por tanto, sólo pueden ser considerados como una insinuación.
La naturaleza humana es tan diversa que se podría dudar si cualquier generalización sobre la clase de carácter que conduce a la felicidad podría aplicarse a todos los seres humanos. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los que llamamos "psicópatas"? Los psiquiatras utilizan este término para definir a una persona asocial, impulsiva, egocéntrica, impasible, carente de sentimientos de remordimiento, vergüenza o culpa, y aparentemente incapaz de mantener unas relaciones personales profundas y duraderas. Los psicópatas son ciertamente anormales, pero el que sea correcto decir que están mentalmente enfermos es otra cuestión. Al menos en apariencia, su condición no les hace sufrir, y no está nada claro que "curarse" forme parte de sus intereses. Hervey Cleckley, autor de un estudio clásico de la psicopatía titulado The Mask of Sanity, indica que desde que su libro fue publicado por primera vez, ha recibido innumerables cartas de personas que piden ayuda desesperadamente, aunque son de los padres, cónyuges y demás familiares de los psicópatas, y casi nunca de ellos mismos. Esto no es de extrañar, ya que mientras que los psicópatas son asociales e indiferentes al bienestar de otros, parece que disfrutan de la vida. A menudo los psicópatas parecen gente encantadora e inteligente, sin ningún tipo de delirio ni ninguna otra señal que indique un pensamiento irracional. Cuando se les entrevista, dicen cosas como: "Me han ocurrido muchas cosas y muchas más me ocurrirán. Pero me gusta la vida y espero cada día con ilusión. Me gusta reír y lo hago mucho. En el fondo soy un payaso, un payaso feliz. Siempre acepto lo bueno junto con lo malo". No existe terapia efectiva para la psicopatía, lo que se puede explicar por el hecho de que los psicópatas no ven nada de malo en su conducta y generalmente la encuentran muy satisfactoria, al menos a corto plazo. Por supuesto que su naturaleza impulsiva y su falta de sentido de vergüenza o culpa implican que algunos psicópatas acaben en prisión, aunque es difícil decir cuántos no lo hacen, ya que los que evitan la cárcel probablemente eviten también el contacto con los psiquiatras. Los estudios han demostrado que un número sorprendentemente grande de psicópatas son capaces de evitar la cárcel a pesar de una fuerte conducta antisocial, probablemente debido a su conocida habilidad de convencer a los demás de que están profundamente arrepentidos, de que nunca volverá a ocurrir, de que se merecen otra oportunidad, etcétera.
La existencia de psicópatas va en contra de la opinión de que la benevolencia, la compasión y los sentimientos de culpa están presentes en todo el mundo. También parece ir en contra de los intentos por relacionar la felicidad con la posesión de estas inclinaciones. Pero detengámonos antes de aceptar esta última conclusión. ¿Debemos aceptar las propias evaluaciones de los psicópatas sobre su felicidad? Después de todo, son unos mentirosos muy persuasivos. Además, incluso si estuvieran diciendo la verdad tal como la ven, ¿están capacitados para decir que son realmente felices, cuando parecen incapaces de experimentar los estados emocionales que juegan un papel tan importante en la felicidad y capacidad de realización de la gente más normal? Cierto es que un psicópata podría utilizar el mismo argumento contra nosotros: ¿Cómo podemos decir que somos verdaderamente felices si no hemos experimentado la excitación y la libertad que se sienten como consecuencia de una total irresponsabilidad? Puesto que no podemos entrar en los estados subjetivos de los psicópatas, ni ellos en los nuestros, la polémica no es fácil de resolver.
Cleckley sugiere que la conducta de los psicópatas se puede explicar como respuesta a la falta de sentido de sus vidas. Es característico de ellos trabajar durante un tiempo en un empleo y cuando su capacidad y encanto les lleva a la cima del éxito, cometer algún delito pequeño y fácilmente detectable. Un patrón similar se puede aplicar a sus relaciones personales. (Aquí se puede encontrar fundamento para la afirmación de Thomas Nagel sobre que la imprudencia es racional sólo si uno no se ve a uno mismo como una persona existente en el tiempo, en el cual el presente es sólo un periodo más de entre todos los que nos tocará vivir. Ciertamente los psicópatas viven mayormente en el presente y carecen de cualquier plan de vida coherente).
Cleckley explica esta conducta errática y para nosotros inadecuadamente motivada comparando la vida de los psicópatas con la de unos niños a los que se les obliga a ver El rey Lear. Estos niños se sentirán inquietos y se comportarán mal en estas condiciones ya que no pueden disfrutar de la obra como lo harían los adultos. Actúan para evitar el aburrimiento. De forma similar, según Cleckley, los psicópatas se aburren porque su pobreza emocional les impide interesarse por, u obtener satisfacción de, lo que para los demás son las cosas más importantes de la vida: el amor, la familia, el éxito en los negocios o en la vida profesional, etcétera. Estas cosas simplemente no les importan. Su conducta imprevisible y antisocial constituye un intento por aliviar lo que de otra forma sería una existencia aburrida. Estas afirmaciones son especulativas y Cleckley admite que quizá no sea posible establecerlas científicamente. Sin embargo, sugieren un aspecto de la vida del psicópata que socava la, de otra forma atractiva, naturaleza de la vida del psicópata: ir por la vida haciendo caso omiso de toda clase de principios. La mayoría de la gente con un sentido reflexivo, en un momento u otro, quiere que su vida tenga algún tipo de significado. Pocos de nosotros elegiríamos deliberadamente una forma de vida que consideráramos sin sentido. Por esta razón, la mayoría de nosotros no elegiríamos llevar una vida de psicópata, por muy agradable que pudiera ser.
Sin embargo, hay algo de paradójico en criticar la vida del psicópata por falta de significado. ¿No tenemos que aceptar, en ausencia de creencias religiosas, que la vida realmente no tiene sentido, no sólo para el psicópata sino para todos nosotros? Y si esto es así, ¿por qué no elegimos —si tuviéramos la posibilidad de elegir nuestra personalidad— la vida de un psicópata? Pero, ¿es cierto que, dejando la religión a un lado, la vida no tiene sentido? Ahora, nuestra búsqueda de razones para actuar moralmente nos ha llevado a lo que generalmente se considera la cuestión filosófica esencial.
¿Tiene sentido la vida?
¿En qué medida el rechazo a creer en un dios implica el rechazo al punto de vista que sostiene que la vida tiene algún sentido? Si este mundo lo hubiera creado algún ser divino con un objetivo particular en mente, se podría decir que tiene sentido, al menos para ese ser divino. Si pudiéramos saber cuál era el propósito de ese ser al crearnos, podríamos saber qué sentido tiene nuestra vida para nuestro creador. Y si aceptáramos el propósito de nuestro creador (aunque tendríamos que explicar por qué habríamos de aceptarlo), podríamos afirmar que conocemos el sentido de la vida.
Cuando rechazamos creer en un dios, debemos abandonar la idea de que la vida en este planeta tiene algún sentido predeterminado. La vida en su conjunto no tiene ningún sentido. La vida comenzó, según las teorías más válidas, con una combinación fortuita de moléculas, evolucionando posteriormente a través de mutaciones casuales y de selección natural. Todo esto simplemente ocurrió; no sucedió por ningún propósito general. Sin embargo, ahora que ha tenido como resultado la existencia de seres que prefieren algunos estados a otros, es posible que determinadas vidas tengan sentido. En este sentido, los ateos pueden encontrar sentido a la vida.
Volvamos a la comparación entre la vida de un psicópata y la de una persona más normal. ¿Por qué no ha de tener sentido la vida del psicópata? Hemos visto que los psicópatas son egocéntricos en su grado extremo: no les interesa ni los demás, ni el éxito material, ni ninguna otra cosa. Pero, ¿por qué no basta su propio disfrute de la vida para dar sentido a su vida?
La mayoría de nosotros no seríamos capaces de encontrar la felicidad proponiéndonos deliberadamente disfrutar sin preocupamos por nada ni por nadie. Los placeres que obtendríamos de esa forma nos parecerían vacíos y en seguida perderían su encanto. Buscamos sentido a nuestras vidas más allá de nuestros propios placeres y encontramos realización y felicidad haciendo lo que consideramos que tiene sentido. Si nuestra vida no tiene más sentido que nuestra propia felicidad, es probable que nos demos cuenta de que cuando hayamos conseguido lo que pensamos que necesitamos para ser felices, la propia felicidad nos siga eludiendo.
Al hecho de que los que persiguen la felicidad por sí misma generalmente no la encuentran, mientras que otros la hallan persiguiendo fines totalmente diferentes, se le ha denominado "la paradoja del hedonismo". Naturalmente no es una paradoja lógica, sino una afirmación sobre la forma en la que conseguimos ser felices. Al igual que otras generalizaciones sobre este tema, carece de confirmación empírica, aunque encaja con nuestras observaciones cotidianas y es consecuente con nuestra naturaleza como seres evolucionados e intencionados. Los seres humanos sobreviven y se reproducen mediante acciones intencionadas. Logramos la felicidad y la realización trabajando para conseguir nuestros objetivos. En términos evolutivos, podríamos decir que la felicidad funciona como una recompensa interna por nuestros logros. De forma subjetiva, consideramos lograr el fin (o aproximarnos a él) como una razón para llegar a ser felices. Nuestra propia felicidad es, por tanto, una consecuencia de pretender algo más, y no algo que se consiga apuntando solamente a la propia felicidad.
Según esto, la vida del psicópata parece no tener sentido de la misma forma en que lo tiene una vida normal. No tiene sentido porque mira hacia el interior buscando los placeres del momento presente, y no hacia el exterior en busca de algo a más largo plazo. Las vidas más normales tienen sentido porque se viven con fines más amplios.
Todo esto es especulativo, ya que se puede aceptar o rechazar según concuerde con nuestra propia observación e introspección. Mi próxima —y última— propuesta es todavía más especulativa.
Consiste en que para encontrar un sentido duradero a nuestras vidas no basta con llegar más allá de los psicópatas que no tienen ninguna perspectiva o planes a largo plazo; tenemos también que ir más allá de los egoístas más prudentes que, aunque tienen planes a largo plazo, sólo se mueven por sus propios intereses. Los egoístas prudentes pueden encontrar sentido a sus vidas durante un tiempo, puesto que tienen el objetivo de favorecer sus propios intereses; pero, al fin y al cabo, ¿a qué equivale eso? Cuando hemos logrado satisfacer todos nuestros intereses, ¿nos sentamos y disfrutamos de nuestra felicidad? ¿Seríamos felices de esta forma? ¿O decidiríamos que todavía no hemos alcanzado todos nuestros objetivos, y que hay algo más que nos hace falta antes de sentamos a disfrutarlo todo? La mayoría de los egoístas que han logrado el éxito material optan por el último camino, con lo cual evitan la necesidad de admitir que no encuentran la felicidad estando permanentemente de vacaciones. Los que se esclavizaron para establecer un pequeño negocio, diciéndose a sí mismos que lo harían sólo hasta que tuvieran lo suficiente para vivir bien, siguen trabajando mucho tiempo después de que hayan conseguido su objetivo inicial. Sus "necesidades" materiales aumentan con la suficiente rapidez para mantenerse justo por encima de sus ingresos.
Los años 80, la "década de la avaricia", ofrecieron múltiples ejemplos de la insaciable naturaleza del deseo de riqueza. En 1985 Dennis Levine era un banquero de Wall Street con mucho éxito con Drexel Burnharn Lambert, la compañía que más rápidamente crecía y de la que más se hablaba en Wall Street. Pero Levine no estaba satisfecho:
Cuando ganaba 20.000 dólares al año, pensé que podría llegar a los 100.000. Cuando ganaba 100.000 al año, pensé que podría llegar a los 200.000. Cuando ingresaba un millón, pensé que podría subir hasta los 3 millones. Siempre había alguien más alto en la escala, y no podía dejar de preguntarme: ¿Es realmente el doble de bueno que yo?
Levine decidió actuar para cambiar su situación e intercambió información confidencial con amigos de otras compañías de Wall Street, lo cual les permitiría obtener beneficios comprando acciones en compañías que estaban a punto de ser absorbidas. Con este método Levine consiguió 11 millones de dólares más, aparte de su sueldo y beneficios. También acabó buscándose su propia ruina y pasando algún tiempo en la cárcel. Sin embargo, ése no es el punto pertinente aquí. Sin lugar a duda hay quienes utilizan información reservada para ganar millones de dólares y no se les coge. Lo que es menos seguro, sin embargo, es que realmente encuentren satisfacción y realización teniendo más dinero.
Ahora empezamos a ver dónde tropieza la ética con el problema de vivir una vida con sentido. Si buscamos un objetivo más amplio que nuestros propios intereses, algo que nos permita ver nuestras vidas con una importancia que va más allá de los estrechos límites de nuestros propios estados de conciencia, una solución evidente es adoptar el punto de vista ético. Este punto de vista nos exige ir más allá de un punto de vista personal, y como ya hemos visto situarnos en la posición de un espectador imparcial. De ahí que ver las cosas éticamente sea una forma de trascender nuestros intereses personales e identificarnos con el punto de vista más objetivo posible, según Sidgwick, con “el punto de vista del universo”.
El punto de vista del universo es un punto de vista elevado. En el aire enrarecido que lo rodea nos podemos ver arrastrados a hablar, como lo hace Kant, del punto de vista moral, "inevitablemente" humillando a todo el que lo compare con su propia naturaleza limitada. No quiero sugerir nada tan radical como esto. Anteriormente en este capitulo, al rechazar el argumento de Thomas Nagel sobre la racionalidad del altruismo, dije que no hay nada de irracional en preocuparse por la calidad de la propia existencia de uno mismo en la medida en que uno no se preocupa de la calidad de la existencia de otros individuos. Sin volverme atrás en mis palabras, ahora estoy sugiriendo que la racionalidad, en el amplio sentido que incluye autoconciencia y reflexión sobre la naturaleza y el significado de nuestra existencia, puede empujarnos hacia inquietudes más amplias que la calidad de nuestra propia existencia. Pero este proceso no es necesario y los que no tornan parte en él —o, quienes al tomar parte, no lo sigan hasta el punto de vista ético— no son irracionales ni están equivocados. Los psicópatas, por lo que yo sé, pueden ser incapaces de ser tan felices interesándose por los demás como lo son al actuar de forma antisocial. Otra gente considera que coleccionar sellos es una forma adecuada de dar sentido a sus vidas. No hay nada de irracional en eso; pero otros, por otra parte, pierden la afición a coleccionar sellos al hacerse más conscientes de su situación en el mundo y reflexionar mejor sobre sus propósitos. Para este tercer grupo el punto de vista ético ofrece un sentido y finalidad en la vida que nunca se pierde.
(Al menos, el punto de vista ético no se pierde hasta que se han llevado a cabo todos los deberes éticos. Si alguna vez se alcanzara esa utopía, nuestra naturaleza intencional podría dejarnos insatisfechos, de igual modo que los egoístas pueden quedar insatisfechos cuando tienen todo lo que necesitan para ser felices. No hay nada de paradójico en esto, pues no debemos esperar que la evolución nos haya provisto, de antemano, de la capacidad para disfrutar de una situación que nunca ha ocurrido antes. Ni tampoco va a ser éste un problema práctico en un futuro cercano).
A la pregunta de “¿Por qué debemos actuar moralmente?” no se le puede dar una respuesta que ofrezca a todo el mundo razones irresistibles para actuar moralmente. La conducta éticamente indefendible no es siempre irracional. Probablemente siempre necesitaremos que las sanciones legales y la presión social ofrezcan razones adicionales contra las graves violaciones de las normas éticas. Al mismo tiempo, los que sean lo bastante reflexivos para plantear la cuestión que hemos tratado en este capítulo, serán también los que con mayor probabilidad valorarán las razones que se pueden ofrecer para adoptar el punto de vista ético.
Extraído de "Ética práctica" (Peter Singer), 2a edición, Cambridge, 1995.
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