Un río se agita por barrancos selváticos y desfiladeros rocosos hacia el mar. La comisión hidroeléctrica del estado ve el agua caer como energía sin explotar. Construir una presa a través de uno de los desfiladeros proporcionaría tres años de empleo para un millar de personas, y un trabajo para un período más largo para veinte o treinta. La presa almacenaría agua suficiente para asegurar que el estado pudiera satisfacer económicamente sus necesidades de energía para la próxima década. Esto estimularía el establecimiento de industrias que consumen mucha energía, las que a su vez contribuirían a la creación de empleo y al crecimiento económico.
El accidentado terreno del valle del río lo hace sólo accesible para los que estén más en forma, pero, no obstante, es un lugar magnífico para ir de excursión. El mismo río atrae a los que se atreven a deslizarse por sus rápidos en balsas. Adentrándose en los valles protegidos hay bosques de raros pinos Huon, muchos de ellos con más de mil años. Los valles y desfiladeros son el hogar de muchas aves y animales, entre los que se encuentra la especie, en peligro de extinción, del ratón marsupial, la cual rara vez se ha visto fuera de este valle. Puede que también haya otras plantas y animales raros, pero nadie lo sabe, ya que los científicos todavía han de investigar la región completamente.
¿Se debería construir la presa? í‰ste es un ejemplo de una situación en la que tenemos que elegir entre grupos muy diferentes de valores. La descripción se basa vagamente en una propuesta de presa en el río Franklin, en el suroeste de la isla de Tasmania, estado australiano del mismo nombre. (El resultado de la propuesta lo podemos encontrar en el capítulo 11, pero deliberadamente he modificado algunos detalles, por lo cual la descripción anterior hay que considerarla como un caso hipotético). La elección entre diferentes valores se podía haber planteado igual de bien utilizando otros muchos ejemplos: la explotación de bosques vírgenes, construir una fábrica de papel que arroje agentes contaminantes en la costa, o abrir una nueva mina al borde de un parque nacional. Un grupo diferente de ejemplos plantearía temas relacionados, pero algo diferentes: la utilización de productos que contribuyan a la reducción de la capa de ozono, o al efecto invernadero; la construcción de nuevas plantas nucleares; etcétera. En este capítulo vamos a analizar los valores que sirven de base a los debates sobre estas decisiones, para los que los ejemplos que hemos visto pueden servir como punto de referencia. Nos centraremos particularmente en los valores en juego en las polémicas sobre la conservación de las zonas salvajes o vírgenes puesto que aquí son más evidentes los valores fundamentalmente diferentes de las dos partes. Cuando hablamos de anegar el valle de un río, la elección que se nos presenta está totalmente clara.
En general, se puede decir que los que están a favor de la construcción de la presa están valorando el empleo y una mayor renta per cápita para el estado por encima de la conservación de una zona salvaje, de plantas y animales (tanto comunes como pertenecientes a especies en peligro de extinción), y de oportunidades para realizar actividades de recreo al aire libre. Sin embargo, antes de empezar a profundizar en los valores de los que construirían la presa y de los que no lo harían, analicemos brevemente los orígenes de las actitudes modernas hacia el mundo natural.
La tradición occidental
Las actitudes occidentales hacia la naturaleza surgieron de la combinación de las del pueblo hebreo, como se representaban en los primeros libros de la Biblia, y la filosofía de los antiguos griegos, particularmente la de Aristóteles. En contraste con otras tradiciones antiguas, por ejemplo la de la India, tanto para la tradición hebrea como la griega los seres humanos eran el centro del universo moral, de hecho no sólo el centro, sino a menudo la totalidad de los rasgos moralmente importantes de este mundo.
El relato bíblico de la creación, en el Génesis, deja clara la posición hebrea del lugar especial que ocupan los seres humanos en el plan divino:
Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.
Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.
Hoy en día los cristianos debaten el significado de esta concesión de "señorío"; y los que se interesan por el medio ambiente afirman que debería contemplarse no como una licencia para hacer lo que queramos con otras cosas vivientes, sino como una instrucción para cuidar de ellas, en nombre de Dios, y dar cuentas a Dios de cómo las tratamos. Sin embargo, hay poca justificación en el texto en sí mismo para darle tal interpretación; y dado el ejemplo que Dios puso cuando ahogó a casi todos los animales de la tierra con objeto de castigar a los seres humanos por su maldad, no es de extrañar que la gente piense que no merece la pena preocuparse porque se vaya a anegar el valle de un río. Después del diluvio, hay una repetición de la concesión de señorío en un lenguaje más siniestro: "El temor y el miedo de vosotros estarán sobre todo animal de la tierra, y sobre toda ave de los cielos, en todo lo que se mueva sobre la tierra, y en todos los peces del mar; en vuestra mano son entregados".
La implicación es clara: actuar de un modo que cause miedo y pavor a todo lo que se mueva en la tierra no es impropio; en realidad es actuar según decreto divino.
Los primeros pensadores cristianos influyentes no tenían dudas de cómo se había de entender el señorío del hombre. "¿Tiene Dios cuidado de los bueyes?" preguntó Pablo, en el trascurso de una discusión sobre un mandato del Antiguo Testamento que decía que había que dejar descansar al buey de uno en sábado, pero era sólo una pregunta retórica, él dio por hecho que la respuesta debía ser negativa, y se hubo de explicar el mandato en términos de beneficio para los humanos. San Agustín compartió esta línea de pensamiento: refiriéndose a relatos del Nuevo Testamento en los cuales Jesús destrozaba una higuera y hacía que se ahogara una piara de cerdos, San Agustín explicó estos desconcertantes incidentes diciendo que pretendían enseñarnos que "abstenerse de matar animales y destrozar plantas es el colmo de la superstición".
Cuando el cristianismo predominaba en el Imperio Romano, también absorbió elementos de la actitud de los antiguos griegos hacía el mundo natural. La influencia griega fue atrincherada en la filosofía cristiana por el más grande escolástico medieval, Santo Tomás de Aquino, cuyo trabajo fue la unión de la teología cristiana con el pensamiento de Aristóteles. Aristóteles consideraba la naturaleza como una jerarquía en la que los que tienen menos poder de razonamiento existen por el bien de los que tienen más:
Las plantas existen por el bien de los animales, y las bestias por el bien del hombre: los animales domésticos por su uso y comida, los salvajes (o, en cualquier caso, la mayoría de ellos) por la comida y otros accesorios de la vida, tales como el vestido y diversas herramientas.
Puesto que la naturaleza no hace nada en vano o sin ningún fin, es innegablemente cierto que ha creado a todos los animales por el bien del hombre.
En su principal obra, la Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino siguió este pasaje de Aristóteles casi al pie de la letra, añadiendo que esta posición se atiene al mandato de Dios, como consta en el Génesis. En su clasificación de los pecados, Santo Tomás sólo tiene lugar para los pecados contra Dios, nosotros mismos o nuestros vecinos. No hay posibilidad de pecar contra animales no humanos o contra el mundo natural.
í‰ste fue el pensamiento de la corriente principal del cristianismo durante al menos sus primeros ocho siglos. Hubo espíritus más moderados, naturalmente, como San Basilio, Juan Crisóstomo y San Francisco de Asís, pero para la mayor parte de la historia cristiana, no han tenido ningún impacto relevante en la tradición dominante. Por tanto, vale la pena hacer hincapié en los rasgos principales de esta tradición occidental dominante, puesto que éstos pueden servir como punto de comparación cuando discutimos diferentes puntos de vista sobre el entorno natural.
Según la tradición occidental dominante, el mundo natural existe para el beneficio de los seres humanos. Dios dio al ser humano señorío sobre el mundo natural, y a Dios no le importa cómo lo tratemos. Los seres humanos son los únicos miembros moralmente importantes de este mundo. La naturaleza en sí misma no tiene ningún valor intrínseco, y la destrucción de plantas y animales no puede ser pecaminosa, a menos que con esta destrucción se haga daño a seres humanos.
Aunque esta tradición sea dura, no excluye una preocupación por la conservación de la naturaleza, siempre y cuando esa preocupación pueda relacionarse con el bienestar humano. Claro está que normalmente se puede relacionar. Uno podría, totalmente dentro de los límites de la tradición occidental dominante, oponerse a la energía nuclear sobre la base de que el combustible nuclear, tanto en bombas como en centrales, es tan peligroso para la vida humana que es mejor dejar el uranio en la tierra. De manera similar, muchos argumentos en contra de la polución, la utilización de gases perjudiciales para la capa de ozono, la quema de combustibles fósiles, y la destrucción de los bosques podrían expresarse en términos del daño que producen en la salud y el bienestar humano por parte de los agentes contaminantes, o los cambios climáticos que se producirán como consecuencia de la utilización de combustibles fósiles y la pérdida de bosque. El efecto invernadero â€
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