Fines y medios

Hemos estudiado una serie de cuestiones éticas; hemos visto que muchas prácticas aceptadas están sujetas a objeciones importantes. ¿Qué es lo que deberí­amos hacer al respecto?

03 agosto 2004
D.C., United States.

Hemos estudiado una serie de cuestiones éticas; hemos visto que muchas prácticas aceptadas están sujetas a objeciones importantes. ¿Qué es lo que deberíamos hacer al respecto? Ésta también es una cuestión ética. A continuación presentamos cuatro casos reales a consideración.

Oskar Schindler era un empresario industrial alemán. Durante la guerra dirigía una fábrica cerca de Cracovia, Polonia. En un momento en el que se enviaba a los judíos polacos a los campos de exterminio, reclutó una mano de obra muy superior a la necesitada por la fábrica, compuesta de prisioneros judíos de los campos de concentración y del gueto; utilizó varias estratagemas ilegales, entre las que se incluía el soborno a miembros de las SS y a otros funcionarios para protegerlos. Gastó su propio dinero para comprar comida en el mercado negro que suplementara las insuficientes raciones oficiales que obtenía para sus trabajadores; con estos medios consiguió salvar la vida de unas 1.200 personas.

En 1984 el doctor Thomas Gennarelli dirigía un laboratorio de estudio de lesiones craneales en la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Los miembros de una organización clandestina llamada Frente de Liberación Animal sabían que en ese lugar Gennarelli causaba heridas en el cráneo a monos y les habían dicho que los monos eran sometidos a estos experimentos sin la anestesia adecuada. También sabían que Gennarelli y sus colaboradores grababan en vídeo sus experimentos, para tener registro de todo lo que acontecía durante y después de que se provocaran las lesiones. Intentaron obtener más información a través de los canales oficiales pero no lo lograron. En mayo de 1984, entraron en el laboratorio durante la noche y encontraron 39 cintas de vídeo. Más tarde, destruyeron sistemáticamente material de laboratorio antes de escapar con las cintas en su poder. Las cintas mostraban claramente a monos conscientes luchando para no ser atados a la mesa de operaciones en la que les infligían las heridas en la cabeza; también mostraban cómo los investigadores se reían y burlaban de los animales aterrorizados que iban a ser utilizados en los experimentos. Una emisión editada de las cintas ante el público provocó un sentimiento de repulsa generalizado. A pesar de todo, fue necesario un año de protestas, que culminaron con un encierro en la sede del organismo gubernamental que financiaba los experimentos de Gennarelli, antes de que el Secretario de Sanidad y Servicios Humanos de los Estados Unidos ordenase el fin de los experimentos.

En 1986, Joan Andrews entró en una clínica donde se practicaban abortos en Pensacola, Florida, y causó daños a un aparato para realizar abortos por succión. Se negó a que la defendieran ante el tribunal, basándose en que "los verdaderos acusados, los niños no nacidos, no tenían defensa, y se les quitaba la vida sin juicio alguno". Andrews era partidaria del grupo Operación Rescate, una organización norteamericana que debe su nombre, y su autoridad para actuar, al mandato bíblico "libra a los que son conducidos a la muerte, y a los que llevan a la ejecución, sálvalos". Operación Rescate se vale de la desobediencia civil para cerrar clínicas donde se practican abortos, y de esta forma, en su opinión "salvan la vida de los no nacidos a quienes sus miembros han jurado defender moralmente". Los miembros bloquean las puertas de las clínicas para impedir que entren los médicos y las mujeres embarazadas que quieran abortar. Intentan persuadir a las embarazadas de que no entren en la clínica mediante lo que llaman "consejos de calle" sobre la naturaleza del aborto. Gary Leber, un director de Operación Rescate, ha afirmado que sólo entre 1987 y 1989, como resultado directo de estas "misiones de rescate", al menos 421 mujeres cambiaron su decisión de abortar, y los hijos de estas mujeres, que habrían muerto, se encuentran vivos actualmente.

En 1976, Bob Brown, por aquel entonces un médico joven, bajaba en balsa por el río Franklin, en el suroeste de Tasmania. La belleza salvaje del río y la paz de los bosques vírgenes a su alrededor le impresionaron profundamente. Entonces, en una curva de la parte baja del río se encontró con unos empleados de la Comisión Hidroeléctrica que estudiaban la viabilidad de construir una presa en el río. Brown abandonó su carrera como médico y fundó la Sociedad por una Tasmania Virgen, con el propósito de proteger las pocas zonas vírgenes que quedaban en el estado. A pesar de una fuerte campaña en contra, la Comisión Hidroeléctrica recomendó la construcción de la presa, y después de algunas dudas el gobierno del estado, con el apoyo tanto de la comunidad empresarial como de los sindicatos, decidió seguir adelante. La Sociedad organizó el corte no violento de la carretera que estaba siendo construida hasta la presa. En 1982, Brown, junto con otros muchos, fue detenido y encarcelado durante cuatro días por entrar en terrenos controlados por la Comisión Hidroeléctrica. A pesar de todo, la movilización fue foco de atención a nivel nacional y, aunque el gobierno federal de Australia no era el responsable directo de la presa, se convirtió en un tema de campaña en las elecciones federales que estaban a punto de celebrarse. El Partido Laborista de Australia, en la oposición antes de las elecciones, se comprometió a encontrar formas constitucionales de impedir que la presa siguiese adelante. El ganador de las elecciones fue el Partido Laborista y se aprobaron las medidas legislativas oportunas para parar la construcción de la presa. Aunque el gobierno de Tasmania se opuso, el Tribunal Supremo de Australia apoyó por estrecha mayoría las medidas, en razón de que el suroeste de Tasmania era una región patrimonio de la humanidad, y el gobierno federal tenía poder constitucional para hacer respetar el tratado internacional que creó la Comisión del Patrimonio de la Humanidad. Actualmente, el río Franklin sigue fluyendo en libertad.

¿Tenemos la obligación prioritaria de obedecer la ley? Oskar Schindler, los miembros del Frente de Liberación Animal que cogieron las cintas de video de Gennarelli, Joan Andrews de la Operación Rescate, y Bob Brown y los que le apoyaron delante de las excavadoras en el suroeste de Tasmania estaban todos infringiendo la ley. ¿Estaban actuando de manera errónea?

No se puede dar respuesta a esta pregunta invocando la fórmula simplista: "el fin nunca justifica los medios". Para todos excepto para el más estricto partidario de una ética de normas, el fin a veces sí que justifica los medios. La mayoría de las personas opina que mentir está mal, aun así, en iguales circunstancias, creen que está bien mentir para evitar causar una ofensa o vergüenza innecesaria, por ejemplo, cuando un familiar cercano te regala un jarrón de dudoso gusto para tu cumpleaños, y te pregunta si te gusta. Si este fin relativamente trivial puede justificar que se mienta, resulta incluso más evidente que un fin importante, como impedir un asesinato, o salvar a un animal de un sufrimiento grande, puede justificar que se mienta. De esta manera, se viola fácilmente el principio de que el fin no justifica los medios. Lo difícil no es si el fin puede a veces justificar los medios, sino qué medios están justificados por qué fines.

La conciencia individual y la ley

Hay muchas personas que se oponen a la construcción de presas en ríos salvajes, a que se explote a los animales, o que están en contra del aborto, pero sin embargo no violan la ley para detener estas actividades. No hay duda de que algunos miembros de las organizaciones más convencionales antiabortistas, de liberación animal, o de conservación de la naturaleza no cometen actos ilegales porque no quieren ser multados o encarcelados; pero hay otros miembros que estarían dispuestos a afrontar las consecuencias de actos ilegales. Se abstienen de hacerlo porque respetan y obedecen la autoridad moral de la ley.

¿Quién tiene razón en esta falta de acuerdo ético? ¿Tenemos alguna obligación moral de obedecer la ley, si la ley protege y aprueba cosas que para nosotros están del todo mal? El pensador radical americano del siglo XIX, Henry Thoreau, dio una respuesta clara a esta pregunta. En un ensayo titulado Desobediencia Civil, quizás la primera vez que se usó este término actualmente tan familiar, escribía:

¿Debe el ciudadano en algún momento, o en el menor grado, ceder su conciencia al legislador? ¿Si es así, por qué tiene todo hombre conciencia? Opino que primero deberíamos ser hombres antes que súbditos. No es deseable cultivar un respeto por la ley, sino más bien por lo justo. La única obligación que tengo derecho a asumir es hacer en todo momento lo que considero justo.

El filósofo americano Robert Paul Wolff escribió en una línea similar:

La autoridad, el derecho a gobernar, es el signo definitorio del estado. La obligación principal de un hombre es la autonomía, el rechazo a ser gobernado, podría parecer entonces que no puede existir solución para el conflicto entre la autonomía del individuo y la autoridad putativa del estado. En tanto en cuanto un hombre cumpla con su obligación de hacer de sí mismo el autor de sus decisiones, resistirá a la pretensión del estado de tener autoridad sobre él.

Thoreau y Wolff resuelven el conflicto entre individuo y sociedad en favor del individuo. Deberíamos hacer lo que nos dicte nuestra conciencia, lo que de forma autónoma decidamos que debemos hacer: no lo que la ley indique. Todo lo demás sería negar nuestra capacidad para elegir éticamente.

Dicho de esta manera, el tema parece ser claro y la respuesta de Thoreau y Wolff evidentemente correcta. Por lo tanto, Oskar Schindler, el Frente de Liberación Animal, Joan Andrews, y Bob Brown estaban totalmente justificados al hacer lo que para ellos estaba bien, en vez de hacer lo que el estado establecía como legal. ¿Pero es así de simple? En cierto sentido es innegable que, como indica Thoreau, deberíamos hacer lo que creemos que está bien; o, como plantea Wolff, hacernos autores de nuestras decisiones. Si tenemos que enfrentarnos a la elección entre lo que para nosotros está bien y lo que para nosotros está mal, por supuesto deberíamos hacer lo que en nuestra opinión está bien; pero esto, aunque cierto, no resulta ser de gran ayuda. Lo que necesitamos saber no es si deberíamos hacer lo que para nosotros está bien, sino la forma de decidir lo que está bien. Baste pensar en la diferencia de opinión entre los miembros de grupos tales como el Frente de Liberación Animal (FLA) y los miembros más respetuosos de las leyes de una organización como la británica Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad a los Animales (RSPCA): para los miembros del FLA infligir dolor a los animales es, a menos que esté justificado por circunstancias extraordinarias, malo, y si la mejor forma de detener esto es violando la ley, entonces para ellos violar la ley está bien. Igualmente, supongamos que para los miembros de la RSPCA infligir dolor a los animales es normalmente malo, sin embargo también creen que violar la ley está mal, y creen que el objetivo de detener un dolor injustificable a los animales no justifica el mal que supone violar la ley. Supongamos que hay personas que están en contra de infligir dolor a los animales y que no están seguros si deberían afiliarse a los infractores de la ley más militantes o al grupo de defensa de los animales más ortodoxo. ¿Cómo soluciona su incertidumbre decirles a estas personas que hagan lo que para ellos esté bien, o que sean los autores de sus propias decisiones? Se trata de una incertidumbre sobre qué es lo correcto hacer, no sobre si se debería hacer lo que uno ya ha decidido que está bien.

Este aspecto puede verse oscurecido si se habla de "seguir la propia conciencia" con independencia de lo que la ley ordene. Algunos que hablan de "seguir la conciencia" sólo quieren decir hacer lo que tras reflexión uno considera bien, y esto puede depender, como en el caso de los supuestos miembros de la RSPCA, de lo que la ley ordene. Otros con "conciencia" quieren decir, no algo que dependa de un juicio crítico reflexivo, sino una especie de voz interior que nos dice que algo está mal y puede seguir diciéndonoslo a pesar de nuestra reflexión cuidadosa y reflexiva basada en todas las consideraciones éticas pertinentes de que el acto no está mal. En este sentido de "conciencia" una mujer soltera educada con la estricta creencia católica de que las relaciones sexuales fuera del matrimonio son siempre malas podría dejar su religión y llegar a opinar que no existe una base firme para limitar las relaciones sexuales al matrimonio, y a pesar de todo seguir sintiéndose culpable cuando mantiene relaciones sexuales. Puede que para ella este sentimiento de culpabilidad sea su "conciencia", pero si ésta es su conciencia, ¿debería seguirla?

Decir que deberíamos seguir nuestra conciencia es irreprochable, pero de poca ayuda, cuando con "seguir la conciencia" queremos decir hacer, tras reflexión, lo que uno considera bien. Sin embargo, cuando "seguir la conciencia" significa hacer lo que nuestra "voz interior" nos impulsa a hacer, seguir nuestra conciencia implica dejar de lado nuestras responsabilidades como agentes racionales, dejar de tener todos los factores pertinentes en cuenta y de actuar basándonos en el mejor de nuestros juicios sobre lo bueno y lo malo de la situación. Es más probable que la "voz interior" sea más producto de nuestra educación que una fuente de verdadera reflexión ética.

Cabe suponer que ni Thoreau ni Wolff querían sugerir que siempre deberíamos seguir nuestra conciencia en el sentido de "voz interior". Deben querer decir, si sus posturas son plausibles, que deberíamos seguir nuestro propio juicio sobre lo que deberíamos hacer. Lo máximo que se puede decir en este caso en favor de sus recomendaciones es que nos recuerdan que las decisiones con respecto a la obediencia de la ley son decisiones éticas que la ley por sí misma no puede tomar por nosotros. No deberíamos asumir, sin reflexionar, que si la ley, por ejemplo, prohíbe robar cintas de vídeo de un laboratorio, hacerlo es siempre malo, al igual que tampoco deberíamos asumir que sea malo ocultar judíos, para que los nazis no los encuentren, si la ley lo prohíbe: la ley y la ética no son la misma cosa. Al mismo tiempo, esto no significa que la ley no tenga ningún peso moral. No significa que cualquier acción que si hubiera sido legal habría sido buena, deba ser buena aunque realmente sea ilegal. El que una acción sea ilegal puede ser de importancia ética y también legal; cuestión distinta es si realmente tiene importancia a nivel ético.

El imperio de la ley

Si para nosotros una acción está realmente mal, y si tenemos el valor y la capacidad para dificultar su realización violando la ley, ¿cómo podría la ilegalidad de este acto proporcionar una razón ética en su contra? Para contestar una pregunta tan específica como ésta, primero deberíamos hacer una pregunta más general: ¿por qué debemos tener leyes en primer lugar?

Por naturaleza, los seres humanos son sociales, pero no tan sociales que no sea necesario protegernos contra los riesgos de que nuestros conciudadanos humanos nos agredan, o nos asesinen. Podemos hacerlo creando organizaciones de vigilancia que impidan las agresiones y castiguen a los que las cometen; pero los resultados serían fortuitos y con posibilidades de convertirse en una guerra abierta entre distintas bandas. Por lo tanto, es deseable tener, como decía John Locke hace mucho tiempo, "una ley establecida, asentada y conocida", que sea interpretada por un juez con autoridad y respaldada con un poder suficiente que pueda ejecutar las decisiones del juez.

Si las personas voluntariamente se abstuvieran de agredir a otras, o de actuar de otra manera que fuera perjudicial a una existencia social armoniosa y feliz, podríamos convivir sin jueces ni sanciones. Aún en este caso serían necesarias convenciones de tipo legal sobre cuestiones como por ejemplo el lado de la carretera por el que hay que circular. Incluso, una situación utópica anarquista tendría algunos principios de cooperación establecidos.

Por lo tanto, tendríamos algo parecido a las leyes. En realidad, no todo el mundo se abstendría voluntariamente de tener conductas, por ejemplo las agresiones, que otros no pudieran tolerar. El peligro de acciones individuales del tipo de las agresiones no es tampoco lo único que hace que las leyes sean necesarias. Dentro de una sociedad habrá conflictos del tipo: cuánta agua podrán usar los agricultores para regar sus cultivos, sobre la propiedad de la tierra, o sobre la custodia de un hijo, sobre el control de la contaminación, y el nivel de impuestos. Se hace necesario algún tipo de procedimiento de toma de decisiones establecido para resolver estos conflictos de forma rápida y económica, porque si no, es probable que las partes en conflicto recurran a la fuerza. Casi cualquier procedimiento de toma de decisiones será mejor que recurrir a la fuerza ya que cuando se usa la fuerza se producen heridos. Además, la mayoría de los procedimientos de toma de decisiones tienen unos resultados que como mínimo son tan beneficiosos y justos como el recurso a la fuerza.

Por lo tanto es conveniente tener leyes y un procedimiento de toma de decisiones establecido para crearlas. Esto da lugar a una importante razón para obedecer la ley; al obedecer la ley contribuimos al respeto sobre el que se sostienen el procedimiento de toma de decisiones establecido y las leyes. Al desobedecer la ley doy ejemplo a los demás que provoca que ellos también las desobedezcan. El efecto puede multiplicarse y contribuir a que se produzca un declive en el imperio de la ley; que en caso extremo puede conducir a una guerra civil.

De la primera razón se deriva una segunda razón para obedecerlas: si la ley va a ser eficaz, fuera de la utopía anarquista, debe existir algún tipo de mecanismo que detecte y castigue a los infractores. Mantener y operar este mecanismo supondrá un coste que tendrá que pagar la comunidad. Si violo la ley, la comunidad tendrá que afrontar el coste de hacer cumplir la ley.

Estas dos razones para obedecer la ley no son aplicables a nivel universal ni tampoco concluyentes. Por ejemplo, no son aplicables a las violaciones de la ley no denunciadas. Si de madrugada, cuando las calles están vacías, cruzo con el semáforo en rojo, mi ejemplo no llevará a nadie a la desobediencia, ni nadie tendrá que hacer cumplir la ley que existe en contra de cruzar de esta manera. Sin embargo, éste no es el tipo de ilegalidad que nos interesa.

Estas dos razones para obedecer no son concluyentes en los casos en que son aplicables porque hay ocasiones en las que las razones en contra de obedecer una ley concreta son más importantes que el riesgo de animar a que otros desobedezcan o el coste que para la comunidad supone hacer cumplir la ley. Son razones auténticas en favor de obedecer la ley, y a falta de razones en favor de desobedecer las leyes, son suficientes para resolver la cuestión a favor de la obediencia; pero en los casos en que hay razones conflictivas, debemos valorar los pros y los contras de cada caso para ver si las razones para desobedecer superan a las razones para obedecer. Por ejemplo, si las acciones ilegales fuesen la única forma posible de impedir experimentos dolorosos con animales, de salvar zonas vírgenes importantes, o de hacer que los gobiernos aumenten la ayuda exterior, la importancia de los fines justificaría el que se corriera el riesgo de contribuir a un declive general a la hora de obedecer la ley.

La democracia

Algunos en este punto dirán: la diferencia entre los actos heroicos de Oskar Schindler y las indefendibles acciones ilegales del Frente de Liberación Animal, Operación Rescate, y los grupos contrarios a la presa del Franklin es que, en la Alemania nazi, Schindler no tenía medios legales para cambiar la situación. En una democracia existen medios legales para poner fin a los abusos: la existencia de procedimientos legales para cambiar la ley hace que el uso de medios ilegales sea injustificable.

Es cierto que en las sociedades democráticas existen procedimientos legales que pueden usar los que quieren llevar a cabo reformas; sin embargo, esto por sí solo no demuestra que el uso de medios ilegales sea malo. Es posible que existan medios legales y que sin embargo las perspectivas de utilizarlos para producir cambios en un futuro previsible sean bastante sombrías. A la vez que se progresa de forma lenta y dolorosa, o quizás no se progresa nada, a través de estos canales legales, continuarán los males indefendibles que intentamos detener. Con anterioridad a la campaña que consiguió salvar al río Franklin, se había llevado a cabo otra campaña política contra otra presa propuesta por la Comisión Hidroeléctrica de Tasmania. Era contraria a la construcción de la presa porque inundaría un lago alpino primitivo, el lago Peddar, situado en un parque nacional. La campaña empleó tácticas políticas más ortodoxas; no tuvo éxito, y el lago Peddar desapareció bajo las aguas del pantano. El laboratorio del doctor Thomas Gennarelli había llevado a cabo sus experimentos durante años antes de que el Frente de Liberación Animal lo asaltara. Sin la prueba de las cintas de vídeo robadas, probablemente seguiría funcionando hoy. De igual forma, la Operación Rescate fue fundada después de que catorce años de acción política más convencional no consiguieran invertir la permisiva situación legal con respecto al aborto que existe en los Estados Unidos desde que el Tribunal Supremo declarara en 1973 la inconstitucionalidad de las leyes restrictivas sobre el aborto.

Durante ese período de tiempo, según Gary Leber de operación Rescate, "25 millones de norteamericanos han sido asesinados legalmente". Desde esta perspectiva resulta fácil ver por qué la existencia de canales legales para promover el cambio no resuelve el dilema moral. Una muy remota posibilidad de cambio legal no constituye una razón de peso contra la utilización de medios que tienen más posibilidades de tener éxito. Lo máximo que se puede deducir de la mera existencia de canales legítimos es que, dado que no podemos saber si tendrán éxito hasta que hayan sido probados, su existencia es una razón para posponer la comisión de actos ilegales hasta que se haya probado con medios legales y éstos hayan fracasado.

En este punto, el partidario de las leyes democráticas puede probar otro argumento: el que los medios legales no consigan llevar a cabo el cambio, demuestra que la reforma propuesta no disfruta de la aprobación de la mayoría del electorado, e intentar poner en práctica esta reforma por medios ilegales en contra de los deseos de la mayoría constituiría una violación del principio más importante de la democracia, el gobierno de la mayoría.

El militante puede cuestionar este argumento a partir de dos planteamientos: uno factual y otro filosófico. El planteamiento factual en el argumento democrático consiste en que una reforma que no puede llevarse a cabo por medios legales carece de la aprobación de la mayoría del electorado. Es posible que esto sea sostenible en una democracia directa, en la que el electorado al completo pudiese votar sobre toda cuestión; pero evidentemente esto no es siempre cierto en las democracias representativas modernas. No hay forma de asegurarse de que una mayoría de representantes tome la misma postura que sus representados sobre un tema concreto. Resulta razonable creer que la mayoría de los norteamericanos que vieron fragmentos de las cintas de Gennarelli en televisión no habrían apoyado estos experimentos. Sin embargo, ésta no es la forma de tomar las decisiones en un país democrático. Al elegir entre candidatos —o al elegir entre partidos políticos— los votantes eligen entre un "paquete" de compromisos electorales con preferencia sobre otros paquetes de compromisos electorales en oferta. A menudo ocurrirá que los votantes, para votar a favor de las medidas políticas que prefieren, tendrán que aceptar otras medidas políticas que no son de su agrado. También ocurrirá que las medidas políticas que los votantes prefieren no aparecerán ofrecidas en el programa de ningún otro partido importante. En los Estados Unidos, en el caso del aborto, la decisión crucial no fue tomada por la mayoría de los votantes, sólo por el Tribunal Supremo. No puede ser modificada por una mayoría simple de los electores, sino sólo por el mismo Tribunal, o mediante el complicado procedimiento de una enmienda constitucional, la cual puede ser frustrada por una minoría del electorado.

¿Qué ocurre si la mayoría sí está de acuerdo con el daño que los militantes desean detener? ¿Estaría mal entonces usar medios ilegales? Aquí se presenta la pretensión filosófica subyacente al argumento democrático en favor de la obediencia, la pretensión de que deberíamos aceptar la decisión de la mayoría.

Las razones en favor del gobierno de mayoría no deben exagerarse. Ningún demócrata sensato pretendería que la mayoría siempre tiene razón. Si es posible que un 49 por ciento de la población esté equivocada, es posible que el 51 por ciento también lo esté. El que la mayoría apoye los puntos de vista del Frente de Liberación Animal o de Operación Rescate no resuelve la cuestión de si estos puntos de vista son moralmente válidos. Es posible que el hecho de que estos grupos sean una minoría, si es que lo son, implique que deban reconsiderar sus medios. Si tuvieran una mayoría detrás de ellos, podrían alegar estar actuando con los principios democráticos de su lado, estar usando medios ilegales para superar los defectos de los mecanismos democráticos. Sin esa mayoría, todo el peso de la tradición democrática está en su contra y son ellos los que aparecen como coactores que intentan obligar a la mayoría a aceptar algo contrario a su voluntad. Sin embargo, ¿cuánto peso moral debería darse a los principios morales?

Thoreau, como podemos esperar, no estaba impresionado por la toma de decisiones mayoritaria. Así escribió, "Todo voto es un tipo de juego, como las damas o el backgammon, con un ligero matiz moral, un juego de lo bueno y lo malo, con cuestiones morales". En cierto sentido, Thoreau tenía razón. Si, como debemos, rechazamos la doctrina de que la mayoría siempre tiene razón, someter las cuestiones morales a voto es apostar que lo que para nosotros es bueno saldrá de las urnas con más votos a favor que lo que para nosotros es malo; y éste es un tipo de apuesta que a menudo perderemos.

De cualquier manera, no deberíamos mostrarnos demasiado despectivos con respecto al voto, o a las apuestas. Los vaqueros que se ponen de acuerdo en dirimir cuestiones de honor jugando al póquer actúan mejor que los que siguen arreglando esas cuestiones a la manera tradicional del Oeste. La sociedad que decide mediante votación los temas polémicos actúa mejor que la que usa balas. En cierto modo, este punto ya se ha visto, bajo el apartado "el imperio de la ley". Es aplicable a toda sociedad que dispone de un método pacífico establecido para resolver los conflictos; sin embargo, en una democracia existe una diferencia sutil que añade más peso al resultado del procedimiento de toma de decisiones. Un método de resolución de conflictos en el que en última instancia nadie disponga de mayor poder que nadie es un método que se puede recomendar a todos por ser un compromiso justo entre las distintas pretensiones que compiten por el poder. Cualquier otro método debe dar mayor poder a unos que a otros y de esta manera invita a que exista oposición por parte de los que tienen menos poder. Esto, al menos, es cierto en la época de igualitarismo en la que vivimos. En una sociedad feudal en la que las personas aceptan como válida y natural su situación como señor o vasallo, no existe oposición al señor feudal y no sería necesario ningún tipo de compromiso. (Estoy imaginando un sistema feudal ideal, de la misma manera que me imagino una democracia ideal). Sin embargo, parece que esos días ya han pasado para siempre. La ruptura de la autoridad tradicional creó la necesidad de un compromiso político. De entre los diferentes compromisos, dar un voto a cada persona es único a la hora de ser aceptado por todos; como tal, en ausencia de un procedimiento acordado para decidir sobre otra distribución de poder, éste ofrece, en principio, la base más firme posible para un método pacífico de resolución de conflictos.

Por lo tanto, rechazar el gobierno de la mayoría significa rechazar la mejor base posible para la ordenación pacifica de la sociedad en una época de igualitarismo. ¿Hacia dónde deberíamos dirigirnos si no? ¿Hacia un derecho de voto meritocrático, con votos adicionales para los más inteligentes o con mayor nivel cultural, como ya propuso John Stuart Mill? Pero ¿podemos ponernos de acuerdo sobre quién merece esos votos adicionales? ¿Un déspota benévolo? Muchos estarían de acuerdo con esto, si pudiesen elegir al déspota. En la práctica, el resultado probable del abandono del gobierno de la mayoría no es ninguna de estas posibilidades, sino el gobierno de los que controlan la fuerza más poderosa.

Por lo tanto, el principio del gobierno de la mayoría sí que conlleva un peso moral importante. Es más fácil justificar la desobediencia en una dictadura como la existente en la Alemania nazi que en una democracia como las de Norteamérica, Europa, India, Japón, o Australia en nuestros días. En un país democrático, nos deberíamos mostrar reacios a llevar a cabo una acción que conlleve un intento de coaccionar a la mayoría, ya que estos intentos implican el rechazo del gobierno de la mayoría y no existe una alternativa aceptable a éste. Por supuesto, puede que haya casos en los que la decisión de la mayoría sea tan repugnante que justifique la coacción, cualquiera que sea el riesgo que implique. La obligación de obedecer una decisión mayoritaria verdadera no es absoluta. El respeto a este principio no se demuestra con una obediencia ciega a lo que diga la mayoría, sino considerando que la desobediencia sólo se justifica en circunstancias extremas.

Desobediencia, civil o no

Si uniéramos nuestras conclusiones sobre el uso de medios ilegales para lograr fines loables, encontraríamos que: (1) existen razones por las que normalmente deberíamos aceptar el veredicto de un método pacífico establecido de resolución de conflictos; (2) estas razones son particularmente fuertes cuando el procedimiento de toma de decisiones es democrático y el veredicto representa un punto de vista genuinamente mayoritario; sin embargo (3) existen todavía situaciones en las que se puede justificar el uso de medios ilegales.

Hemos visto que hay dos maneras distintas con las que podemos intentar justificar el uso de medios ilegales en una sociedad democrática (por muchas imperfecciones, en distintos grados, que las democracias actuales puedan tener). La primera se basa en que la decisión a la que nos oponemos no es una expresión genuina de una opinión mayoritaria. La segunda es que, aunque la decisión es una expresión genuina de un punto de vista mayoritario, este punto de vista es tan gravemente incorrecto que la acción en contra de la mayoría está justificada.

La desobediencia que mejor merece la denominación de "desobediencia civil" es la basada en la primera razón. Aquí el uso de medios ilegales puede considerarse como una ampliación del uso de medios legales para asegurar una decisión verdaderamente democrática. La ampliación puede ser necesaria porque los canales normales que aseguran la reforma no funcionan correctamente. Los representantes parlamentarios en algunos temas están demasiado influenciados por intereses particulares especializados y bien pagados. En otros, el público no tiene conciencia de lo que está ocurriendo. Quizás los abusos requieran cambios administrativos y no legislativos, y los burócratas de la administración no dejan que se les moleste. Quizás algún funcionario con prejuicios ignora los intereses legítimos de una minoría. En todos estos casos son apropiadas las formas actuales de desobediencia civil: resistencia pasiva, manifestaciones, o sentadas. El corte de la carretera de la Comisión Hidroeléctrica hasta el lugar propuesto para la presa sobre el río Franklin constituyó un caso clásico de desobediencia civil en este sentido.

En estas situaciones, desobedecer la ley no es un intento de coaccionar a la mayoría, sino que la desobediencia trata de informar a la mayoría; o de persuadir a los parlamentarios de que para una gran cantidad de electores el tema tiene gran importancia; o de atraer la atención a nivel nacional sobre un tema que antes estaba exclusivamente en manos de los burócratas; o de apelar a la reconsideración de una decisión tomada con demasiada rapidez. La desobediencia civil es un medio apropiado para estos fines cuando los medios legales han fracasado, porque, aunque sea ilegal, no amenaza a la mayoría ni intenta coaccionarlos (aunque normalmente supondrá algún coste extraordinario para ésta, por ejemplo a la hora de hacer cumplir la ley). Los que practican la desobediencia civil, al no resistirse a la fuerza de la ley, practicando la no violencia y aceptando las penas legales que sus acciones conllevan, ponen de manifiesto tanto la sinceridad de sus protestas como su respeto por el imperio de la ley y los principios fundamentales de la democracia.

Concebida de esta manera, no es difícil justificar la desobediencia civil. La justificación no tiene que ser tan fuerte como para anular la obligación de obedecer una decisión democrática, dado que la desobediencia constituye un intento de restaurar, no de frustrar, el proceso de toma de decisiones democrático. Este tipo de desobediencia podría justificarse, por ejemplo, con el objetivo de que el público sea consciente de la pérdida irreparable de tierras vírgenes causada por la construcción de un pantano, o de cómo se trata a los animales en los laboratorios y las granjas de cría intensiva que pocas personas ven a lo largo de su vida.

Es más difícil justificar, aunque no imposible, el uso de medios ilegales para impedir acciones, sin ningún tipo de duda, de acuerdo con el punto de vista mayoritario. Podemos creer que es muy improbable que el voto de la mayoría pueda alguna vez dar su aprobación a una política de genocidio al estilo nazi, pero si esto sucediese, sentirnos obligados a aceptar la decisión de la mayoría sería llevar hasta extremos absurdos el respeto al gobierno de la mayoría. Estamos justificados de usar virtualmente cualquier medio que tenga probabilidades de ser eficaz para oponemos a males de esa magnitud.

El genocidio es un caso extremo y aceptar que éste justifica el uso de medios ilegales incluso en contra de la mayoría es una concesión muy pequeña en términos de acción política práctica. Aun así, admitir incluso una excepción a la obligación de acatar las decisiones democráticas plantea cuestiones adicionales: ¿dónde se encuentra la línea que separa males como el genocidio, en los que la obligación está claramente anulada, y temas menos serios, en los que no es así? Y ¿quién va a decidir a qué lado de esta línea imaginaria se encuentra una cuestión en concreto? Gary Leber, de Operación Rescate, ha escrito que sólo en los Estados Unidos, desde 1973, "Hemos acabado ya con un número de personas cuatro veces mayor al de Hitler". Ronnie Lee, uno de los fundadores británicos del Frente de Liberación Animal, ha utilizado igualmente la metáfora nazi para ilustrar lo que les hacemos a los animales, diciendo: "Aunque sólo somos una especie más de las muchas que hay en la tierra, hemos creado un Reich que domina totalmente a los demás animales, incluso esclavizándoles". Por lo tanto, no sorprende que estos activistas consideren que su desobediencia está bien justificada. Pero, ¿tienen derecho a tomar esta decisión por sí solos? Si no lo tienen, ¿quién va a decidir cuándo una cuestión es tan grave que, incluso en una democracia, anula la obligación de obedecer la ley?

La única respuesta posible a esta pregunta es la siguiente: debemos decidir por nosotros mismos a qué lado de la línea se encuentra un caso particular. No hay otra forma de decidir, dado que el método que tiene la sociedad de resolver los temas ya ha tomado su decisión. La mayoría no puede ser a la vez juez y parte. Si pensamos que la decisión de la mayoría está mal, debemos decidir hasta dónde alcanza la gravedad de ese mal.

Esto no significa que toda decisión que tomemos al respecto sea subjetiva o arbitraria. En este libro, he ofrecido argumentos sobre una serie de cuestiones morales. Si aplicamos estos argumentos a los cuatro casos con los que empieza el capítulo, se obtendrán conclusiones específicas. La política racista nazi de asesinar a los judíos era evidentemente atroz, y Oskar Schindler tenía todo el derecho de hacer lo que podía para evitar que algunos judíos fuesen víctimas de ella. (Teniendo en cuenta los riesgos personales que corrió, a nivel moral también actuó heroicamente al hacerlo). Tomando como base los argumentos expuestos en el capítulo 3 del libro, los experimentos que realizaba Gennarelli con los monos estaban mal, porque trataban a criaturas sensibles como simples objetos a usar como herramientas de laboratorio. Detener esos experimentos es una meta deseable y, si el único modo de lograrlo era entrando en el laboratorio de Gennarelli para robar las cintas, en mi opinión parece justificable. De igual forma, por las razones expuestas en el capítulo lo, inundar el valle del Franklin para generar una cantidad de electricidad relativamente pequeña sólo podría basarse en unos valores que eran injustificables tanto por adoptar una perspectiva a corto plazo como por centrarse en exceso en el interés humano. La desobediencia civil era un medio adecuado para dar fe de la importancia de los valores que habían pasado por alto los que estaban a favor de la presa.

Al mismo tiempo, se encontraron fisuras en los argumentos subyacentes en las actividades de Operación Rescate cuando se examinaron en el capítulo 6. El feto humano no tiene derecho al mismo tipo de protección que los seres humanos de mayor edad, y por lo tanto los que creen que el aborto es moralmente equivalente al asesinato están equivocados. Basándonos en esto, la campaña de desobediencia civil contra el aborto de Operación Rescate no es justificable. Pero es importante notar que el error reside en el razonamiento moral sobre el aborto de Operación Rescate, no en su razonamiento moral con respecto a la desobediencia civil. si el aborto fuese en realidad equivalente moral del asesinato, todos tendríamos que ponernos a impedir el paso en la puerta de las clínicas donde se practican abortos.

Por supuesto, esto hace que la vida sea difícil. Es poco probable que los miembros de Operación Rescate estén convencidos con los argumentos de este libro. Su confianza en las citas bíblicas no presenta buenos augurios para su apertura al razonamiento moral en términos no religiosos. Por lo tanto no existe una forma fácil de convencerlos de que su desobediencia civil no está justificada. Podemos lamentarnos de ello, pero no hay nada que hacer al respecto. No hay una norma moral simple que nos permita declarar cuándo es justificable la desobediencia y cuándo no lo es, sin entrar en lo bueno y lo malo del objeto de esa desobediencia.

Incluso cuando estamos convencidos de que intentamos detener algo que realmente supone un mal moral grave, tenemos que hacernos otras preguntas morales. Tenemos que sopesar la magnitud del mal que intentamos detener y la posibilidad de que nuestras acciones conduzcan a una disminución drástica del respeto por la ley y la democracia. También hemos de tener en cuenta la probabilidad de que nuestras acciones no logren alcanzar los objetivos y provoquen una reacción que disminuya las posibilidades de éxito con otros medios. (Por ejemplo, que los actos terroristas contra un régimen represivo proporcionen al gobierno una excusa ideal para encerrar a los opositores políticos más moderados, o que ataques violentos contra los investigadores permitan que los encargados de la investigación califiquen de terroristas a todos los oponentes a los experimentos con animales).

Un resultado de un enfoque consecuencialista de este tema que en principio puede parecer extraño es que cuanto más profundamente extendido se encuentra el hábito de la obediencia al gobierno democrático, más fácil es defender la desobediencia. Sin embargo, esto no es una paradoja, sino simplemente otro ejemplo de la conocida verdad de que mientras que las plantas jóvenes deben ser mimadas, las que ya se encuentran bien arraigadas pueden soportar un trato más duro. Así, es posible que la desobediencia con respecto a un tema concreto esté justificada en Gran Bretaña o los Estados Unidos, pero no en Camboya o Rusia durante el período de transición en que estos países tratan de establecer un sistema de gobierno democrático.

Estas cuestiones no se pueden resolver en términos generales; cada caso es diferente. Cuando los males que intentamos detener no son ni tremendamente horrendos (como el genocidio), ni relativamente inofensivos (como el diseño de una nueva bandera nacional), las personas razonables diferirán con respecto a la justificabilidad de intentar obstaculizar la implantación de una decisión alcanzada democráticamente. Cuando se usan medios ilegales con ese fin, se da un paso importante, ya que la desobediencia deja de ser "desobediencia civil", si con este término nos referimos a la desobediencia que se justifica apelando a los principios que la propia comunidad acepta como método correcto de llevar sus asuntos. Aun así, puede que sea mejor que esta obediencia sea civil en el otro sentido del término, el que establece un contraste con el uso de la violencia o las tácticas del terrorismo.

La violencia

Como hemos visto, la desobediencia civil como medio de atraer publicidad o de persuadir a la mayoría para que reconsidere alguna cuestión es mucho más fácil de justificar que la desobediencia dirigida a coaccionar a la mayoría. Evidentemente es todavía más difícil defender la violencia. Algunos llegan tan lejos como para afirmar que el uso de la violencia como medio, en particular la violencia contra las personas, nunca está justificado por bueno que sea el fin que se pretende.

La oposición al uso de la violencia puede basarse en una norma absoluta, o en una valoración de sus consecuencias. Normalmente, para los pacifistas el uso de la violencia ha sido un mal absoluto, con independencia de sus consecuencias. Ésta, al igual que otras prohibiciones basadas en el "pase lo que pase", asumen la validez de la distinción entre los actos y las omisiones. Sin esta distinción, los pacifistas que rechazan el uso de la violencia cuando ésta es el único medio de impedir una violencia mayor serían responsables de esa violencia mayor que dejan de impedir.

Supongamos que tenemos la ocasión de asesinar a un tirano que sistemáticamente asesina a sus opositores y a todo el que no sea de su agrado. Sabemos que si el tirano muere será sustituido por un dirigente de la oposición muy popular, actualmente exiliado, quien restaurará el imperio de la ley. Si decimos que la violencia siempre está mal, y rechazamos llevar a cabo el asesinato, ¿no deberíamos tener parte de responsabilidad por los asesinatos que el tirano cometa en el futuro?

Si las objeciones realizadas a la distinción entre actos y omisiones en el capítulo 7 fuesen válidas, los que no usan la violencia para impedir una violencia mayor tienen que asumir su responsabilidad en la violencia que ellos podrían haber evitado. Así, el rechazo a la distinción entre actos y omisiones crea una diferencia crucial en la discusión sobre la violencia, ya que abre la puerta a un argumento plausible en defensa de ésta.

Los marxistas han usado este argumento con frecuencia para rebatir los ataques a su doctrina sobre la necesidad de una revolución violenta. En su clásica denuncia de los efectos sociales del capitalismo del siglo XIX, La situación de las clases trabajadoras en Inglaterra, Engels escribió:

Si un individuo le inflige a otro una lesión corporal que lleva a la muerte de la persona atacada, lo llamamos homicidio; por otra parte, si el atacante sabe de antemano que el golpe será fatal, lo llamamos asesinato. También se ha cometido asesinato si la sociedad coloca a cientos de trabajadores en una posición tal que éstos inevitablemente llegan a un fin prematuro y antinatural. Su muerte es tan violenta como si hubiesen sido apuñalados o tiroteados... Se ha cometido asesinato si se ha privado a miles de obreros de las necesidades vitales o si se les ha llevado a una situación en la que para ellos es imposible sobrevivir... Se ha cometido asesinato si la sociedad sabe perfectamente que miles de obreros no pueden evitar que se les sacrifique en tanto se permita que estas condiciones continúen. El asesinato de este tipo es tan culpable como el asesinato cometido por un individuo. A primera vista no parece ser asesinato en modo alguno, porque la responsabilidad por la muerte de la víctima no puede imputarse a ningún agresor individual. Todos son responsables y aún así nadie es responsable, porque parece que la víctima ha muerto por causas naturales. Si un obrero muere, nadie imputa la responsabilidad de su muerte a la sociedad, aunque algunos se darán cuenta de que la sociedad ha dejado de dar los pasos que impidan que la víctima muera. Pero se trata de asesinato de todas maneras.

Se pueden poner objeciones al uso que Engels hace del término «asesinato". La objeción seria parecida al argumento que se discute en el capítulo 8, en el que se analizaba si el que dejemos de ayudar a los que sufren hambre nos convierte en asesinos. Vimos que no existe una importancia intrínseca en la distinción entre actos y omisiones; pero desde el punto de vista de la motivación y lo apropiado de la culpabilidad, la mayoría de los casos en los que se deja de impedir la muerte no son equivalentes al asesinato. Lo mismo sería de aplicación en los casos descritos por Engels. Engels trata de imputar la culpa a la "sociedad", pero la "sociedad" no es una persona o un agente moral, y no puede ser responsable del mismo modo que un individuo.

A pesar de todo, estos son menudencias. Que "asesinato" sea o no el término correcto, que estemos dispuestos o no a describir corno de "violenta" la muerte de obreros desnutridos en fábricas poco seguras y faltas de higiene, no impide que la idea fundamental de Engels sigue siendo válida. Estas muertes son un mal de la misma magnitud que la muerte de cientos de personas a causa de una bomba terrorista. Seria parcial decir que la revolución violenta está siempre absolutamente mal, sin tener en cuenta los males que los revolucionarios intentan detener. Si los medios violentos hubieran sido la única forma de cambiar las condiciones descritas por Engels, los que se opusieran al uso de estos medios violentos habrían sido responsables de que esas condiciones continuasen.

Algunas de las prácticas que hemos discutido en este libro son violentas, bien directamente o por omisión. En el caso de los animales no humanos, nuestro trato puede ser considerado a menudo violento bajo cualquier descripción. Para aquellos para quien el feto humano es un sujeto moral, el aborto será un acto violento en su contra. En el caso de los humanos al nacer o después de nacer, ¿qué podemos decir de una situación evitable en la que algunos países tienen tasas de mortalidad infantil ocho veces superior a otros, y una persona que nace en un país tiene una esperanza de vida veinte años superior que otra persona nacida en un país diferente? ¿Es esto violencia? De nuevo, no importa realmente si lo denominamos violencia o no: sus efectos son tan terribles como la violencia.

Las condenas absolutistas de la violencia se mantienen o se derrumban en función de la distinción entre actos y omisiones. Por lo tanto, se derrumban. Sin embargo, existen fuertes objeciones consecuencialistas al uso de la violencia. Hemos sentado nuestra discusión sobre la premisa de suponer que la violencia puede que sea el único medio de que las cosas cambien a mejor. Los absolutistas no tienen ningún interés en cuestionar esta suposición ya que ellos rechazan la violencia sea la suposición verdadera o falsa. Los consecuencialistas deben preguntarse si la violencia en alguna ocasión es el único medio para lograr un fin importante o, si no el único, el más rápido. También deben preguntarse sobre los efectos a largo plazo de buscar el cambio mediante medios violentos.

¿Se podría defender, por razones consecuencialistas, una condena de la violencia que en la práctica, si no por principio, resulta tan amplia como la del pacifista absoluto? Se puede intentar hacerlo subrayando que el efecto endurecedor del uso de la violencia, como cometer un asesinato, por muy "necesario" o "justificado" que parezca, disminuye la resistencia a cometer más asesinatos. ¿Existen probabilidades de que las personas que se han acostumbrado a actuar violentamente sean capaces de crear una sociedad mejor? Los datos históricos en esta cuestión son muy apropiados. El curso tomado por la Revolución Rusa debe hacer tambalear la creencia de que el deseo ardiente de justicia social da inmunidad a los efectos corruptores de la violencia. Sin duda, existen otros ejemplos que pueden proporcionar una lectura diferente; pero sería necesario un gran número de ejemplos para compensar el legado de Lenin y de Stalin.

El pacifista consecuencialista puede utilizar otro argumento: el argumento que expuse contra la sugerencia de que se debería dejar que el hambre disminuyera la población de los países más pobres hasta un nivel en el que puedan alimentarse por sí mismos. Al igual que esta política, la violencia lleva consigo un cierto daño, que dicen está justificado por las perspectivas de los beneficios futuros. Sin embargo, los beneficios futuros nunca serán totalmente seguros, e incluso en los pocos casos en los que la violencia lleva consigo los fines deseados, raramente podremos tener la seguridad de que los fines no se podrían haber alcanzado mediante medios no violentos con la misma celeridad. Por ejemplo, ¿qué se ha logrado con los miles de muertos y heridos durante los más de veinte años de atentados del Ejército Republicano Irlandés en Irlanda del Norte? Solamente acciones de represalia terrorista por parte de grupos protestantes extremistas. O pensemos en las muertes y sufrimientos inútiles provocados por la banda Baader-Meinhoff en Alemania, o las Brigadas Rojas en Italia. ¿Qué consiguió la Organización para la Liberación de Palestina con el terrorismo, sino un estado israelí más despiadado, menos dialogante que el que existía cuando empezaron su lucha? Se puede simpatizar con los fines por los que luchan algunos de estos grupos, pero los medios que usan no pueden garantizar que serán alcanzados los fines. Por lo tanto, el uso de estos medios indica una desconsideración insensible con respecto a los intereses de sus victimas. Estos argumentos consecuencialistas se suman para constituir fuertes razones contra el uso de la violencia como medio, especialmente cuando la violencia se dirige indiscriminadamente contra personas corrientes, tal como a menudo ocurre con la violencia terrorista. A nivel práctico, este tipo de violencia no parecería estar nunca justificada.

Hay otros tipos de violencia que no se pueden descartar de forma tan convincente. Por ejemplo, la muerte de un tirano asesino. En este caso, si las medidas asesinas son una expresión de la personalidad del tirano y no parte de las instituciones que dirige, la violencia está estrictamente limitada, la meta es el fin de una violencia mayor, el éxito de un acto violento único puede ser bastante probable, y quizás no exista otra forma de acabar con el gobierno del tirano. Para un consecuencialista sería poco plausible mantener que cometer un acto violento en estas circunstancias tendría un efecto corruptor, o que el asesinato tendría como resultado mayor, y no menor, violencia.

La violencia se puede limitar de una forma diferente. Los casos que hemos visto implicaban violencia contra las personas. Éstos son los casos normales que nos vienen a la cabeza cuando se discute el tema de la violencia, pero existen otras formas de violencia. Los miembros del Frente de Liberación Animal han provocado daños en laboratorios, jaulas y equipo utilizado para encerrar, herir, o matar animales, sin embargo evitan los actos violentos contra cualquier animal, sea humano o no humano. (No obstante, otras organizaciones que reivindican actuar en nombre de los animales han causado heridas a al menos dos personas con artefactos explosivos. Estas acciones han sido condenadas por todas las organizaciones de liberación animal conocidas, incluido el Frente de Liberación Animal). ¡La Tierra Primero!, una organización ecologista radical americana, aboga por el "sabotaje" o "ecotaje": actos secretos diseñados para parar o ralentizar procesos que son dañinos para la naturaleza. Dave Foreman y Bill Haywood miembros de ¡La Tierra Primero! han coeditado Ecodefense: A Field Guide to monkeywenching, un libro que describe técnicas para desactivar ordenadores, destrucción de maquinaria, y obstrucción de alcantarillado; en su opinión:

El sabotaje ecológico es una resistencia no violenta a la destrucción de la diversidad natural y la naturaleza salvaje. Su objetivo no es dañar a seres humanos o a otras formas de vida. Su objetivo son las máquinas inanimadas o las herramientas ... Los saboteadores son muy conscientes de la gravedad de lo que hacen. Y dan este paso deliberadamente ... Recuerdan que su compromiso es la más moral de todas las acciones: proteger la vida, defender la Tierra.

Una técnica más polémica es poner clavos en los árboles de un bosque que va a ser talado. Poner clavos en unos cuantos árboles de un bosque hace que cortar la madera del bosque sea peligroso, ya que los trabajadores de los aserraderos nunca conocen el momento en el que la sierra puede golpear un clavo, que la rompe y hace que salten trozos muy afilados de metal por todo el área de trabajo. Los activistas ecológicos que apoyan esta medida dicen que avisan a las compañías madereras de que los árboles de una zona determinada tienen clavos, y que si siguen adelante y talan el bosque, cualquier herida que se pueda producir es responsabilidad de los directivos de la compañía que tomó la decisión. Sin embargo, los que resultan heridos son los trabajadores, no los directivos. ¿Pueden los activistas eximirse de su responsabilidad de esta manera? Otros ecologistas activistas más ortodoxos rechazan este tipo de tácticas.

Dañar la propiedad no es tan grave como herir o matar a alguien; de aquí que pueda estar justificado por razones que no justificarían nada que causara daños a seres sensibles. Esto no significa que la violencia contra la propiedad no tenga importancia. Para algunas personas la propiedad es muy importante, y se necesitarían razones muy fuertes para justificar su destrucción. Sin embargo, es posible que estas razones existan. Puede que la justificación no sea algo que haga época como ocurre con la transformación de la sociedad. Como en el caso del asalto al laboratorio de Gennarelli, puede que se trate del objetivo a corto plazo y específico de salvar a un cierto número de animales de experimentos dolorosos, que se llevan a cabo con animales sólo por el prejuicio contra otras especies de nuestra sociedad. De nuevo, el que esta acción sea realmente justificable desde un punto de vista consecuencialista dependería de los detalles de la situación real. Alguien que carece de conocimientos podría equivocarse fácilmente sobre el valor de un experimento o el grado de sufrimiento que implica. ¿Y no tendrán los daños al material y la liberación de un grupo de animales simplemente como resultado que se compre más material y se críen más animales? ¿Qué hay que hacer con los animales liberados? ¿Significarán los actos ilegales que el gobierno se resistirá a reformar la ley sobre los experimentos con animales, argumentando que no debe parecer que cede ante la violencia? Es necesario responder a todas estas preguntas satisfactoriamente antes de alcanzar la decisión en favor de, digamos, provocar daños en un laboratorio. Igualmente hay que responder a una serie de preguntas relacionadas antes de que se pueda justificar el daño causado a una excavadora que se está utilizando para arrancar un bosque centenario.

No es fácil justificar la violencia, aunque sea violencia contra la propiedad y no contra seres sensibles, o contra un dictador y no violencia indiscriminada contra el público en general. No obstante, las diferencias entre los distintos tipos de violencia son importantes porque sólo observándolas podremos condenar un tipo de violencia en términos virtualmente absolutos: la terrorista. Con la condena radical de todo lo que se encuentra bajo el encabezamiento general de "violencia", se difuminan las diferencias.


Extraído de "Ética práctica" (Peter Singer), 2a edición, Cambridge, 1995.

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