El científico alemán Rienhard Wolf acaba de demostrar, con un complicado experimento, que las moscas tienen capacidad de iniciativa y decisión (que ya es más de lo que puedo decir de unos cuantos seres humanos que conozco). En los últimos años, un aluvión de descubrimientos está fosfatinando para siempre la vieja creencia en una frontera insalvable entre los humanos y el resto de los animales. Digiera usted cuanto antes la noticia: no somos los reyes de la creación. No somos los únicos con inteligencia, sentimientos, emociones, memoria, cultura o conciencia de la muerte y del yo. Los elefantes cumplen una especie de ritos funerarios con sus difuntos y manifiestan un largo y compungido duelo: o sea, saben lo que es morir. Los cerdos necesitan cariño y se deprimen si se les deja solos. Y se ha comprobado que los orangutanes adquieren conocimientos que luego transmiten a sus hijos; dependiendo del lugar en donde viven, les enseñan juegos, herramientas y sonidos distintos (que es como decir que tienen distintos idiomas y culturas). Lo cual acaba con el prejuicio de que los animales carecen de inteligencia activa y que todos sus actos son instintivos, ciegos impulsos genéticos.
Hay madres chimpancés que se esfuerzan por juntar a sus hijos con los hijos de los chimpancés dominantes en la manada, para promocionarlos socialmente. Y, tal como explicaba Jeremy Rifkin hace poco en El País, la genial gorila Koko, que aprendió el lenguaje de signos y que entiende y usa varios miles de palabras, puntúa entre 70 y 90 en nuestros exámenes de inteligencia, lo que quiere decir que si fuera una persona se la consideraría de aprendizaje lento, pero no retrasada. O sea, Koko posee una inteligencia que podríamos llamar humana. El interés económico y el egocentrismo de la especie nos hacen maltratar bárbaramente a los demás animales. ¿Podremos seguir comportándonos así por mucho tiempo, sabiendo lo que ahora sabemos? ¿Vamos a seguir ignorando lo obvio, como los esclavistas ignoraron a sus esclavos? Nuestros descendientes nos contemplarán con incredulidad y con desprecio.
Rosa Montero
Publciado originalmente en El País, Miércoles 19 de noviembre de 2003.
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