Romper las jaulas invisibles: cuando el feminismo abraza la liberación animal

¿Qué tienen en común los sombreros de plumas de la era victoriana, las granjas industriales y el movimiento #MeToo? Detrás de cada uno late un mismo sistema que convierte cuerpos en objetos, ya sea por moda, consumo o control patriarcal.

07 marzo 2025
Barcelona, España.

A finales del siglo XIX, mientras las damas de Londres paseaban con sombreros coronados por plumas de garzas y avetoros, un grupo de mujeres —las mismas que exigían el derecho al voto— recogían cadáveres de aves mutiladas en los márgenes del Támesis. Las plumas, símbolo de elegancia, escondían un exterminio: cinco millones de aves sacrificadas al año para satisfacer la moda victoriana. Frances Power Cobbe, sufragista y fundadora de la Sociedad Británica Contra la Vivisección, sostenía que "la crueldad hacia los animales es el lenguaje secreto del patriarcado". Sus palabras no eran una metáfora poética, sino un diagnóstico político. Aquellas mujeres descubrieron que la opresión que sufrían como seres relegadas a la esfera doméstica se reflejaba en cómo la sociedad trataba a los animales: ambos eran cuerpos silenciados, convertidos en decoración, alimento o instrumento.

Un siglo después, la filósofa Carol J. Adams acuñó el término "referente ausente" para describir este fenómeno: "La vaca desaparece tras la hamburguesa, la mujer tras el insulto misógino. Ambos son reducidos a su función utilitaria". En su obra La política sexual de la carne, Adams desentraña cómo el sistema capitalista-patriarcal depende de la despersonalización de ciertos cuerpos. Los mataderos, señala, son laboratorios de esta lógica: el 72% de las trabajadoras en mataderos estadounidenses —migrantes en su mayoría— reportan acoso sexual, según la antropóloga Emily Gaarder. No es coincidencia. "La violencia hacia los animales normaliza la violencia hacia las mujeres. Ambas se justifican con el mismo argumento: ‘Es necesario’, ‘Siempre se ha hecho así’, ‘No sienten como nosotros’", explica Adams en una entrevista con la editora Merle Hoffman.

La conexión ignorada

El feminismo, sin embargo, ha mantenido una relación ambivalente con la causa animal. Durante décadas, muchas teóricas temieron que asociar la lucha de las mujeres con la de los animales reforzara los estereotipos que las deshumanizan. "¿Cómo exigir derechos si nos comparan con seres considerados inferiores?", cuestionaban. Adams responde con una paradoja: "Al negar la conexión, perpetuamos la misma jerarquía que nos oprime. El patriarcado nos dice que los hombres son a las mujeres lo que los humanos son a los animales: superiores por naturaleza". Estudios recientes en sociología ambiental revelan un dato revelador: el 80% de las activistas antiespecistas son mujeres, pero solo el 15% de las ONGs animalistas están lideradas por feministas. La brecha no es casual. "Tememos que hablar por los animales nos reste credibilidad en un mundo que ya nos ridiculiza", admite una coordinadora de Feminists for Animal Rights (FAR).

La resistencia tiene raíces profundas. En el siglo XIX, médicos varones usaban analogías animales para desacreditar a las sufragistas: "El cerebro femenino, como el de los simios, es incapaz de razonar", escribió el neurólogo Paul Broca en 1861. Hoy, el lenguaje sigue siendo un campo de batalla. Llamar "vaca" a una mujer no solo la animaliza: borra la realidad de las vacas como individuos con vínculos sociales, capacidad de sufrimiento y derecho a existir. "Es una doble violencia: contra ellas y contra nosotras", señala la ecofeminista india Vandana Shiva. En las granjas industriales, donde el 97% de los animales son hembras —gallinas, vacas, cerdas—, la explotación es claramente generizada: inseminación forzada, separación de crías, extracción sistemática de leche o huevos. "Controlar la reproducción animal es el espejo del control sobre nuestros úteros", apunta la bióloga Hope Ferdowsian, quien compara las jaulas en batería con las leyes que criminalizan el aborto.

Abrir todas las jaulas

Pero ¿cómo trascender la teoría y llevar esta lucha a lo concreto? En Oaxaca, México, el colectivo Mujeres por la Liberación Animal (MULA) ofrece una respuesta. Combinando talleres de veganismo con defensa legal para víctimas de violencia de género, han creado redes donde "la sopa de frijoles se comparte junto a recursos para denunciar agresores". Su lema: "Ningún cuerpo es territorio de conquista". Los resultados son tangibles: según un informe de la FAO, cada hamburguesa de origen animal consume 2,500 litros de agua, recurso que en comunidades indígenas escasea debido a la ganadería industrial, afectando principalmente a mujeres encargadas de recolectar agua. "No se trata solo de salvar animales, sino de detener la máquina que devora a las más vulnerables", explica Laura, fundadora de MULA.

El futuro exige reimaginar las bases de nuestra convivencia. En 2017, Nueva Zelanda reconoció al río Whanganui como entidad viviente con derechos, gracias a la presión de mujeres maoríes. "Es un modelo: ¿y si los bosques, los océanos, los animales tuvieran representación legal?", propone la abogada ambientalista Linda Te Aho. Universidades como Cambridge ya incluyen "ética multiespecie" en sus programas, mientras artistas feministas como Patricia Piccinini crean esculturas de seres híbridos que desafían las fronteras entre humano y animal. "No queremos igualdad en un mundo que sigue jerarquizando la vida. Queremos desmontar la pirámide", sentencia Adams.

La pregunta final no es "¿Deben las feministas defender a los animales?", sino "¿Puede el feminismo permitirse ignorar que la libertad humana está entrelazada con la de otros seres?". Cuando las mujeres de FAR bloquean camiones lecheros con pancartas que dicen "Sus cuerpos no son tu postre", o cuando las académicas desmontan los mitos del "hombre cazador" —revelando que fueron mujeres las principales recolectoras y ingenieras agrícolas en culturas ancestrales—, no solo amplían el círculo de la compasión. Cuestionan el relato que justifica toda dominación. Como escribió Cobbe en 1892, mientras enterraba un pájaro mutilado por la moda: "Romper una jaula es empezar a romperlas todas". Hoy, ese acto puede ser tan íntimo como elegir una leche vegetal, o tan colectivo como exigir que los derechos de la naturaleza figuren en las constituciones. El feminismo que no alza la voz por los animales, sugiere Adams, sigue prisionero de las mismas cadenas que dice combatir.

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